Traigo hoy al blog una lejana
crítica de un verdadero acontecimiento musical al que asistí. Es muy frecuente
que, cuando vamos a un concierto, pasamos un buen rato oyendo sonidos
gratamente acordados, pero la Música (y ahora la escribo con mayúsculas) no
comparece. Hay sonidos bien dispuestos, cierto ritmo placentero, pero, como
decía, la invitada de honor, no se presenta. Cierto es que, para decir esto, estoy
manejando una noción de Música algo mística, como episodio sublime y
trascendente en la vida de una persona, que le conecta con algo que está fuera del tiempo ordinario. Así entendida, yo diría que tal vez en
el 80 % de los conciertos la Música no comparece. Es verdad que, cuando lo
hace, se produce la experiencia de lo que, con palabras de Lezama Lima (y que
algún día intentaré explicar), podemos denominar la cantidad hechizada.
Pues bien, el concierto que
nos ocupa fue uno de esos memorables, en que no sólo la invitada se presenta,
sino que se produce tal fusión de artista y público que rebasa cualquier
expectativa posible, por más optimista que fuera. Es por ello que, hoy, 27 años
después de ocurrido, me apetece recordarlo. Y lo hago a través de una magnífica
reseña de Gonzalo Badenes que, por entonces, solía escribir las notas a los
programas de mano del Palau de la Música de Valencia, y también hacía crítica
musical en El País.
MÁS QUE UN CONCIERTO
Gonzalo Badenes
Daniel Barenboim. Obras de Liszt. Daniel Barenboim, pianista. Palau de la Música. Sala
Iturbi. Valencia, 2 de mayo 1998.
La famosa boutade del viejo
Celibidache, “la música no existe, lo que existe es la vivencia”, se hizo
realidad anteayer en el concierto de Barenboim. Los 90 minutos del programa
oficial, ocupados por el primer volumen de los Años de Peregrinaje y la Sonata en si menor de Liszt, alcanzaron
una altura musical incomparable. Me atrevería a decir que fue el mejor recital
de piano jamás escuchado en el Palau, y no me olvido de las tardes memorables
de Richter, Zimmermen, Pires, Pogorelich o Ashkenazy. Ni tampoco del primer
concierto de Barenboim, en 1989, con las Goldberg.
Pero el Liszt del sábado fue como subir al Himalaya y contemplar desde el techo
del mundo lo pequeñitos que somos los humanos.
Luego de este Liszt, nadie
regatearía a Barenboim el título de pianista del siglo. Habrá incluso quien
considere al artista porteño el músico del siglo. No voy a discutirlo, aunque
estas calificaciones siempre me parecen peligrosas. Sobre todo porque un músico
carismático como Barenboim es el resultado de una gloriosa tradición donde
están Edwin Fischer, Artur Rubinstein, Emil Guilels y Arturo Benedetti Michelangeli.
Y de todos ellos hubo algo en estas versiones lisztianas, que quintaesenciaron
el virtuosismo para devolvernos la pureza de un pensamiento poético arrebatado
por la inspiración y gobernado por la racionalidad. Ciertos pasajes, como la
recapitulación de la Sonata en si menor,
llevaron el sonido hasta el límite de la expresividad, logrando esa misteriosa
fusión de la carne y el espíritu que sobrepasa la emoción natural de un
concierto.
Aplausos enloquecidos
Con todo, lo más grande vino
al finalizar el programa oficial. Por primera vez se asistió en el Palau a la
transfiguración de un artista frente a su público. 70 minutos de aplausos
enloquecidos y 15 piezas fuera de programa son datos escalofriantes, en
particular para una ciudad musicalmente tan fría como es Valencia. ¿Qué sucedió
el sábado? Sencillamente, hubo esa vivencia que pocas veces se produce, a la
que aludía Celibidache. Valses de Chopin, tangos, piezas de Debussy, Prokófiev,
Albéniz (¡vaya Evocación!), Liszt,
incluso una jota, desbordaron todas las previsiones de entusiasmo y llenaron la
sala con la espontaneidad que es patrimonio de los artistas verdaderos. Todas
las clasificaciones estéticas saltaron por los aires, y ante un público que no
daba crédito a lo que veía y escuchaba, se desplegó toda la potencia del arte.
Éstos son los momentos que generan las leyendas de los artistas. El 24 de marzo
de 1845 Franz Liszt creó su leyenda entre el público valenciano. El 2 de mayo
de 1998 Daniel Barenboim ha repetido el milagro. Grande, grandísimo.