martes, 27 de mayo de 2025

Tres versiones de El Escorial: Ortega y Gasset, García Lorca y Luis Cernuda.

 

Releyendo estos días Capítulos de historia de la lengua literaria, de Ricardo Senabre, me complace la manera tan minuciosa a veces en que el investigador se aproxima a los textos. Incluso en textos de carácter irracional Senabre llega siempre hasta donde la racionalidad le permite llegar, intenta explicar, desde la razón, cualquier detalle verbal (cualquier matiz del significante), y, donde no puede más, se detiene, y te da a entender, hasta aquí he llegado con la razón. El resto es cosa del misterio de la creación artística. Ese intento de marcar los límites entre lo que puede ver la razón y el elemento misterioso me parece subyugador. No como otros críticos literarios que, a las primeras de cambio, se envuelven en las brumas, y se dedican a multiplicarlas y desparramarlas.

 

Pues bien, no sé de qué manera algo oblicua, esta lectura de Senabre me ha hecho recordar también mi trato con micropasajes literarios, aunque es verdad que yo no les sacaré la punta que les sacaba el maestro.

 

Cuando comentaba en clase, explicando Las nubes (1937-40), de Luis Cernuda, “El ruiseñor sobre la piedra”, que expresa su visión personal sobre El Escorial como pura creación estética, hay un pasaje en que el poeta escribe desde el exilio inglés:

 

Tus muros no los veo

Con estos ojos míos,

Ni mis manos los tocan.

Están aquí, dentro de mí, tan claros,

Que con su luz borran la sombra

Nórdica donde estoy, y me devuelven

A la sierra granítica en que sueñas

Inmóvil, por la verde foscura de los montes (…)

 

Creía yo ver toda una trama poética en torno a la mole de El Escorial que, tal vez, empezaba con Ortega y Gasset, en “Verdad y perspectiva” (1916) del primer tomo de El espectador.

 

Allí Ortega comenzaba uno de los párrafos del ensayo así:

 

“Desde este Escorial, rigoroso imperio de la piedra y la geometría, donde he asentado mi alma, veo (…)”

 

No me cabe duda de que Federico García Lorca tuvo presente esta formulación cuando en “Teoría y juego del duende” (1930) escribe lo siguiente:

 

Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.

 

Yo veo clara la trama imaginística: Ortega liga piedra con geometría; luego Lorca geometría con sueño; y por último, Cernuda vuelve a la piedra original (sierra granítica) para vincularla de nuevo al sueño. Como un ballet literario (pas de trois) ejecutado por tres escritores insignes, uno de los cuales (el gran Federico) se sale de madre y nos da la más bella y sugestiva imagen de El Escorial que podamos imaginar (en un alejandrino perfecto).

 

Con lo que yo no contaba es que esta imaginación podía tener un precedente donde menos pudiéramos esperarlo: en el enorme folletinista del XIX, Alejandro Dumas (padre), de quien procede el siguiente pasaje:

 

Nada es comparable al Escorial, ni Windsor en Inglaterra, ni Peterhof en Rusia, ni Versalles en Francia”, escribió Alejandro Dumas padre en 1846. “Solo se parece a sí mismo este edificio creado por un hombre que sometió su época a su voluntad: una fantasía esculpida en piedra y concebida durante las horas de insomnio de un monarca  en cuyos dominios no se ponía el sol.

 

 (J. W. M. Campbell: La Biblioteca. Un patrimonio mundial. p. 121. Cita tomada del libro de  Henry Kamen sobre El Escorial.)


N.B. Las negritas son mías.

 

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