lunes, 30 de junio de 2014

Stalin y el epíteto épico



Sabemos que los epítetos épicos son fórmulas juglarescas propias de la poesía épica. Se trata de un sintagma que acompaña con frecuencia (o sustituye) al nombre del personaje épico y que cumple una función métrica, mnemotécnica y laudatoria: sirve para completar versos, para refrescar la memoria tanto del juglar como del que escucha (se trata de poesía oral) y para alabar o ensalzar a los personajes principales.

Homero los usa continuamente en sus epopeyas: así llama a Héctor, “domador de caballos”, a Hera, “la diosa de los níveos brazos” o a Odiseo, “el fecundo en ardides”.

Flaubert, en su Dictionnaire des idées recuées (1880), ironiza sobre el procedimiento al llegar a la entrada de Aquiles, que es como sigue:
ACHILLE : Ajouter « aux pieds légers » ; cela donne à croire qu'on a lu Homère.
Es decir, “añadir « el de los pies ligeros »; eso hace creer que se ha leído a Homero”.

Ni que decir tiene que en la épica medieval se continúa utilizando. Así en el Cantar de Mío Cid
el héroe castellano Rodrigo Díaz de Vivar es nombrado con epítetos épicos como los siguientes: “el que en buen ora ciñó espada”, “el que en buena hora nació”, etc.

Pues bien, donde no esperaríamos encontrar los epítetos épicos es en un relato de viaje del siglo XX. Y, sin embargo, veamos lo que cuenta André Gide en su célebre narración de la experiencia soviética recogida en Retour de l´U.R.S.S, (Regreso de la U.R.S.S) (1936):

Sur la route de Tiflis à Batoum, nous traversons Gori, la petite ville où naquit Staline. J'ai pensé qu'il serait sans doute courtois de lui envoyer un message, en réponse à l'accueil de l'U.R.S.S. où, partout, nous avons été acclamés, festoyés, choyés. Je ne trouverai jamais meilleure occasion. Je fais arrêter l'auto devant la poste et tends le texte d'une dépêche. Elle dit à peu près: «En passant à Gori au cours de notre merveilleux voyage, j'éprouve le besoin cordial de vous adresser...» Mais ici, le traducteur s'arrête: Je ne puis point parler ainsi. Le «vous» ne suffit point, lorsque ce «vous», c'est Staline. Cela n'est point décent. Il y faut ajouter quelque chose. Et comme je manifeste certaine stupeur, on se consulte. On me propose: «Vous, chef des travailleurs», ou «maître des peuples» ou... je ne sais plus quoi. Je trouve cela absurde; proteste que Staline est au-dessus de ces flagorneries. Je me débats en vain. Rien à faire. On n'acceptera ma dépêche que si je consens au rajout. 

Traduzco: En el camino de Tiflis a Batoum, atravesamos Gori, la pequeña ciudad en que nació Stalin. Pensé que sería cortés sin duda enviarle un mensaje en respuesta a la acogida de la U.R.S.S. donde, por doquier, fuimos aclamados, festejados, mimados. No encontraré mejor ocasión. Hice detener al automóvil delante de la estafeta de correos y entrego el texto de un despacho, que dice más o menos: “Pasando por Gori en el curso de nuestro maravilloso viaje experimento la necesidad cordial de dirigiros…” Pero aquí el traductor se detiene. No puedo hablar así. El “os” no basta, puesto que ese “os” es Stalin. No resulta decente. Hay que añadir algo. Y como yo manifiesto cierto estupor, se hace una consulta. Y se me propone: “dirigiros, jefe de los trabajadores”, o “señor de los pueblos” o… no sé qué más. Me parece absurdo; protesto indicando que Stalin está por encima de esas adulaciones. Me esfuerzo en vano. Nada que hacer. No se aceptará mi despacho más que si consiento en el reajuste.

miércoles, 18 de junio de 2014

Otra anécdota de Borges

La cuenta José Donoso en sus diarios y la transcribe su hija Pilar Donoso en Correr el tupido velo:


Me lo presentaron en una mesa de café en la calle Lavalle, un café que quedaba, me parece, frente a la Facultad de Letras. Entonces ya lo había leído, lo admiraba y su inteligencia despertaba la mía, produciéndose la mayor perturbación. En esa mesa de café un grupo grande de estudiantes lo rodeaba, discutiendo de los más variados temas. Dos muchachas junto a mí discutían un tema sobre literatura india, no sé a propósito de qué. Borges estaba en el otro extremo de la mesa. De pronto, en desacuerdo sobre un vocablo, una de las muchachas se inclinó sobre la mesa y le preguntó casi a gritos: “Borges… Borges… ¿usted sabe sánscrito?” Borges se quedó pensando un segundo antes de responder; la mesa en silencio, hasta que él contestó con su pequeña voz tentativa y balbuciente, oscilando entre la hondura y la ironía: “Bueno, che, no… en fin, nada más que el sánscrito que sabe todo el mundo…”, y la mesa estalló en carcajadas