lunes, 13 de julio de 2020

Freud y Saavedra Fajardo. Scherzo


En los años 1988-89 seguí un curso de la UNED, dirigido por la doctora Ana Martínez Arancón, que trataba sobre la “visión de la sociedad en la España del siglo de Oro”. El trabajo que presenté versaba sobre el pensamiento político de Saavedra Fajardo y su relación con el tacitismo de la época. Tras una inmersión de meses en el pensamiento y la obra de este excelente prosista (tal vez el mejor de nuestra literatura) me sentía yo tan embotado con sus ideas que se me ocurrió como terapia escribir una broma literaria y enviársela a mi tutora junto con el trabajo oficial. Así lo hice, fue de su agrado y es el escrito que ahora, más de 30 años después, recupero para este blog. Pasé un buen rato escribiéndolo y espero que a algún lector le divierta.




SAAVEDRA FAJARDO EN EL ORIGEN DE LA TEORIA PSICOANALITICA

(Scherzo)

Habría que analizar psicoanalíticamente ciertas declaraciones del Dr. Freud, ya que en ellas se suelen producir procesos de ocultación o mecanismos de condensación y desplazamiento como los que él estudió en el lenguaje onírico. Algo de esto ocurre en las celebérrimas palabras del Dr. Freud sobre la versión al castellano de sus Obras Completas. Allí declara que aprendió, sin maestros, la “bella lengua castellana” por “el deseo de leer el inmortal Don Quijote en el original cervantino”. Parece curioso que tan laborioso deseo no haya dado mayores frutos en su obra que la simple revisión de la traducción española. Pensamos, por el contrario, que en el nunca citado por él y siempre presente en su mente episodio de la cueva de Montesinos encontró el Dr. Freud más sugestiones para su teoría psicoanalítica que en las tan cacareadas referencias a Edipo Rey y Hamlet.

Y sin embargo, consideramos que la mención de Cervantes cumple en su escritura una clara función sustitutiva. No fue para leer “la inmortal obra” para lo que el eminente Dr. Freud aprendió, “sin maestros”, la bella lengua castellana, sino para leer a Saavedra Fajardo y sus Empresas políticas en su lengua original (1).

Hay en la Empresa 2 de dicho libro un fragmento que no dudamos debió impresionar vivamente el ánimo de quien entonces era joven lector. Reza así:

Es un potro la juventud, que con un cabezón duro se precipita y fácilmente se deja gobernar de un bocado blando. Fuera de que en los ánimos generosos queda siempre un oculto aborrecimiento a lo que se aprendió por temor, y un deseo y apetito de reconocer los vicios que le prohibieron en la niñez. Los afectos oprimidos (principalmente en quien nació príncipe) dan en desesperaciones, como en rayos las exhalaciones contenidas entre las nubes. Quien indiscreto cierra las puertas a las inclinaciones naturales, obliga a que se arrojen por las ventanas. Algo se ha de permitir a la fragilidad humana, llevándolas diestramente por las delicias honestas, a la virtud; arte de que se valieron los que gobernaban la juventud de Nerón”

Aquí está en potencia toda la teoría de la represión de los instintos del insigne Dr. Freud. Junto a ello, el uso de la elocuente expresión y la plástica y certera metáfora, cosas éstas que también aprendió el joven Freud en Saavedra Fajardo y que más tarde habrían de llevarle a merecer el premio Goethe (2) de las letras alemanas, y no precisamente por sus ideas innovadoras, sino por la elegancia y belleza de su prosa.

miércoles, 8 de julio de 2020

¡Lumière! Comienza la aventura.




Vuelvo a ver, por tercera vez, el filme ¡Lumière! Comienza la aventura, de Thierry Fremaux, y la emoción, otra vez, es enorme. Muchas virtudes tiene la película: su sobriedad visual en tanto que sólo reproduce imágenes de los hermanos Lumière, la magnífica música de Saint-Saëns que se elige para fondo sonoro, los atinados comentarios del narrador (y la magnífica voz de éste en el doblaje español). Pero la principal de las virtudes es cómo nos descubre la gran creación artística que constituye el cine de estos pioneros.

Me explico: solíamos atender, en mis seminarios sobre cine en la universidad de Valencia, al hablar de los orígenes del cine, a la tríada Lumière, Méliès, Griffith. Los hermanos Lumière habían inventado el artefacto técnico para captar las imágenes en movimiento y habían iniciado un cine mostrativamente documental; Georges Méliès había introducido por su parte el elemento ficcional, la magia de los trucos y la espectacularidad del medio, pero sólo a David Wark Griffith le cabía el honor de haber desarrollado el lenguaje cinematográfico (con el primer plano, el montaje en paralelo y la temática dramática y emocional de la salvación en el último minuto) y así asentado el dispositivo que llevaría a las grandes obras de Murnau, Einsenstein o Chaplin, por citar sólo algunos grandes nombres del periodo mudo.

Esta concepción iba unida a la contemplación de las 4 o 5 habituales filmaciones de los Lumière: la salida de los obreros de la fábrica, la llegada del tren a la estación, el regador regado o la demolición de un muro…), y así la idea que nos hacíamos del cine de los hermano Lumière era ilustrativa y básica. Pero con la película de Fremaux (que recoge el trabajo de restauración de multitud de filmes de los hermanos: 108, creo recordar, en la película, de las más de 1400 que hicieron) lo que descubrimos es la magnitud de la empresa de estos pioneros así como la dimensión estética de su apuesta. Los comentarios del narrador nos hacen ver la idoneidad del emplazamiento de la cámara, lo que de puesta en escena hay en casi todas las escenas, pequeños movimientos de cámara (travellings) o el uso de la profundidad de campo, pero también la captación documental de una época de la historia de Francia o el interés antropológico de otras cintas (las rodadas en el Viet-Nam colonial, por ejemplo). Ya, por último, nos relaciona algunas imágenes con otras de cineastas posteriores (como Kurosawa y Ozu), y no podemos más que asentir. O vemos en la botadura de un barco no sólo un precedente de la botadura del Titanic, como se nos indica, sino del celebérrimo gag de Chaplin en Tiempos modernos.

Lo que vemos es cine del mayor nivel, con el elemento elegíaco que siempre conlleva cualquier imagen del cine mudo, en este caso reforzada por la maravillosa elección musical. Una película que nos emociona profundamente por la lección de amor y conocimiento que despliega sobre ese medio que tanto gozo nos ha proporcionado y al que tanto queremos: el cinematógrafo.