jueves, 27 de junio de 2019

Juan Antonio Gaya Nuño sobre el bodegón: Sánchez Cotán, Zurbarán y Cézanne


En mi intento de traer al blog textos sobre imágenes, hoy desempolvo unas magníficas páginas de Gaya Nuño sobre el bodegón español, que el medio cibernético  además me permite ilustrar:


“Pero claro está que tales bodegones [se refiere al bodegón-despensa, “turbadores escaparates de gula”], a pesar de su sello barroco, no nos pueden proporcionar la clave deseada. Era necesaria mayor austeridad o, mejor que austeridad, pobreza.
Encontramos ambas en España, y con ellas la medida, contradiciendo la común creencia en nuestro secular afán por lo desmedido y exagerado. Cuando Fray Juan Sánchez Cotán ordenaba sus pobres bodegones conventuales con aquella geometría estricta que les hace parecer tan sempiternamente actuales, posiblemente no se proponía otra meta que la de alegrar unas estancias demasiado sombrías. Pero había obtenido un resultado mil veces más ambicioso, estableciendo algo así como una medida áurea del ambiente que es debido a los objetos compenetrados dentro de un bodegón. Y entonces hemos de olvidar concienzudamente que este pintor cartujo no pertenece plenamente ni al Renacimiento ni al Barroco para entender que ambos capítulos, por lo que uno contiene de medida y ritmo, por lo que el otro allega de contigüidades espaciales, quedan bien explícitos en él. Singularmente, el Barroco, al que tienden con toda evidencia los cogollos rizados de sus coles y la bisectriz contundente de esa modesta hortaliza llamada cardo.




Con estos humildísimos protagonistas quedaba fijada toda una programática del bodegón barroco; a la vez, del bodegón eterno, hermético, lúcido, el que es capaz de presentar cualquier nimia pobreza con el brillo y la aparatosidad de una joya. Este magno secreto había de tener el valor de transmitirse en toda su feliz fórmula a muchísimas generaciones de pintores, y en la inmediata a Sánchez Cotán hallaría su máximo brillar. Me estoy refiriendo a Francisco de Zurbarán, el que por actuar muy dentro de la órbita barroca es más esgrimible que Sánchez Cotán en este anhelo de desnuda serenidad. No era religioso de profesión, sino hombre civil, y aun sensible a ciertas vanidades, como la de gloriarse de ser Pintor de Cámara de Felipe IV, pero, de hecho, su íntima religiosidad se ofrece con caracteres mayormente penetrantes que la de ninguno de sus contemporáneos vestidos de sayal.. Mucho pintó, y en total acuerdo con su época y el sentir de la misma; sin embargo, sus lienzos más emocionantes no son los que contienen figuraciones humanas o divinas, sino otros dos en que el reposo y la sencillez, ayudados por la más gloriosa de las geometrías, se rodean de una aureola de religiosidad raras veces igualada. No sé hasta que extremo es lícito denominar bodegones -nombre que en esta ocasión parece de vulgar irreverencia- a esas dos maravillas, una conservada en el museo del Prado, otra en la Colección Contini-Bonacossi de Florencia. En la primera cuatro recipientes se alinean con limpieza ejemplarísima, declarando formas y materias: la copa de bronce, la anforilla blanca, la otra roja, la cantarilla de loza vidriada, todo ello bien modesto, pero con un empaque y donosura cuya descripción exigiría el uso de un lenguaje ideal, participante de las calideces de Santa Teresa y de la concisión de Baltasar Gracián. En el bodegón Contini-Bonacossi, un plato de limones, un cesto colmado de membrillos y otro plato con una jícara y una rosa. Una sola rosa, una sola flor, para no conturbar en demasía el aroma entero y penetrante del limón meridional.





En ambas maravillas, los objetos están alineados tan rigurosamente como para hacer creer que cada uno de ellos se ensimisma en una categoría de soledad. Zurbarán respeta con tantísima soledad el mundo del objeto que considera pecado confundir la prestancia de cada uno de los elementos figurados con la del contiguo, de suerte que cada uno de ellos goza de una luz propia y de una radiante seguridad casi únicas en la historia del bodegón. Maravillan esa recortada limpìeza, esa donosura, ese halo casi sobrenatural que rodea a cada una de las piezas representadas. Y según la mirada queda siendo cautivada por tanta y tan suelta y recogida hermosura, entendemos que aquella ideal prosa castellana que añorábamos para su mejor descripción no hubiera sido posible en tanto no se conociera la obra de Cézanne. Porque estas misteriosas compenetraciones de definición son abundantes en la historia del arte; no entenderíamos a Cézanne sin Zurbarán, pero tampoco comprenderemos plenamente al español sin tomar cuenta de lo realizado por el francés, importando poco los siglos que separan al uno del otro. Ahora, después de haber oído repetir miles de veces que la sensatez y el buen orden del bodegón de nuestro tiempo fueron inaugurados por Cézanne, no trataremos de desvirtuar la sentencia, pero sí la haremos subsidiaría de otra no menormente cierta, la de que la santidad del bodegón se origina en Zurbarán. Aporte cada cual el contenido que desee a esta calificación tan ambiciosa y tan premeditadamente vaga. Yo se la doy en su concepto más henchido de amor y paz.”



(Juan Antonio Gaya Nuño: “Eternidad de un género”, Pequeñas teorías de arte, Taurus, 1964, págs. 45-47)

martes, 18 de junio de 2019

Papeles póstumos de un profesor de COU (5): "Allá en las tierras altas". Diseño retórico en dos poemas de Antonio Machado


Otro de los comentarios que solía hacer en mis clases de COU, cuando estudiábamos a Machado, era un análisis comparativo de dos poemas del autor, uno perteneciente a Soledades. Galerías. Otros poemas (le llamaremos SGOP), y el otro a Campos de Castilla (CC). En ellos estudiaba la permanencia en la mente del poeta, durante largos años, de un diseño compositivo (diseño retórico también le podríamos llamar, utilizando la terminología de Lázaro Carreter, vide bibliografía). Los poemas eran el LXXII del primer poemario y el CXXI del segundo, que copio a continuación:

LXXII (Soledades. Galerías. Otros poemas)

La casa tan querida
donde habitaba ella,
sobre un montón de escombros arruinada
o derruida, enseña
el negro y carcomido
maltrabado esqueleto de madera.
La luna está vertiendo
su clara luz en sueños que platea
en las ventanas. Mal vestido y triste,
voy caminando por la calle vieja.


CXXI (Campos de Castilla)

Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.


El primero es un típico poema de SGOP, donde se produce un motivo que, con una modulación un tanto especial, hemos estudiado en el comentario de “Los sueños malos” (en este mismo blog), y que también estudia Francisco Ynduráin en su estudio “Una constante en la poesía de Antonio Machado” (bibliografía).

jueves, 6 de junio de 2019

Emociones retrospectivas (Galdós y Benet)




Mira por dónde voy a unir en un texto a Benet con Galdós (los antagónicos del gran estilo y el supuesto garbacerismo) como ángeles tutelares de sendas emociones retrospectivas que me conducen a los lejanos años de la infancia.

Entre 1968 y 1970 viví con mi familia en Madrid el duro exilio a que nos impelía la larga duración (ya entonces nos parecía larga) de la dictadura castrista. A principios de 1969 vivíamos en la calle Castelló, en el barrio de Salamanca, donde habíamos conseguido un alquiler algo más económico que el anterior en el Puente de Vallecas. La gran ventaja de este piso es que estaba cerca de los colegios, donde estudiábamos becados por el Centro Cubano de Madrid, y también cerca del Retiro, adonde íbamos a jugar con frecuencia. Yo tenía entonces 11 años.

En el Retiro habitualmente jugábamos en la plaza del Rugby (así la llamábamos), que estaba situada muy cerca del Estanque, detrás de un merendero. Allí aprendí a jugar al fútbol y les enseñamos (mi hermano Felipe y yo) a jugar al béisbol a nuestros amigos españoles (Emilio Arranz, Manolo Alumbreros y tantos otros). Las clases de Educación Física las solíamos hacer en La Chopera, lo que ya nos parecía un largo camino desde el colegio, sito en la calle Claudio Coello.

 Una tarde, que estábamos solos y aburridos, mi hermano y yo nos aventuramos por el parque hasta más allá de La Chopera, hasta sus confines en la zona sur. Allí, en un montículo descampado, nos encontramos con un par de chicos de no muy buen aspecto, un par de pilluelos de ínfima condición social. El caso es que hicimos las presentaciones y nos pusimos a jugar, un juego que no duró mucho, pues empezaba a oscurecer, y en el que no me sentía yo del todo tranquilo, dado el carácter de nuestros ocasionales compañeros. Me chocó mucho que, tras las presentaciones, en el juego continuamente llamaban a mi hermano Celipe, lo que para chicos educados como nosotros constituía algo muy extraño.

Recientemente, leyendo El Doctor Centeno, de Galdós, en el capítulo segundo, cuando Alejandro Miquis le ha dado su capa al chiquillo moribundo que se ha encontrado en “la cuesta del Observatorio”, se produce el siguiente diálogo entre el benefactor y el pilluelo hambriento:

«Vamos a ver. Has de responderme sin mentira... porque tú eres muy mentiroso... ¿Cómo te llamas?».
-Celipe.
-¿Y que más?
-Celipe Centeno.

Como se podrá perfectamente comprender, la emoción que me produce la lectura de ese pasaje es enorme, pues que la escena se sitúa en esa misma zona sur del parque, muy cerca de donde mi hermano y yo tuvimos aquel singular encuentro de nuestra infancia un siglo después de lo que narra Galdós. No sé cómo denominar esa reviviscencia, tal vez un fenómeno de azar objetivo de que hablaban los surrealistas.

Días después, leyendo un artículo de Juan Benet (porque yo puedo leer a los dos antagónicos, a Benet y a Galdós, con el mismo gran placer en ambos casos, y me cuesta comprender cómo el primero sentía tamaño desprecio por la producción de don Benito, pero ya sabemos que es propio de los grandes tener sus manías y debilidades), leyendo un artículo -decía-, titulado “¿Y cuando ella…?”, que se publicó en El País (30-3-1986) y que está recogido en Ensayos de incertidumbre, me topo con el siguiente pasaje:

A la salida del cine ocurría algo parecido; cuando el público se iba calando los abrigos y enrollando las bufandas surgían unos comentarios que podían durar semanas, tanto como la película en el cartel. Dejando aparte los calificativos, que pueden despacharse con un par de adjetivos, los comentarios más estimulantes eran los recreativos, los que se limitan a reproducir y estirar la experiencia sin más que mencionarla. Repetición intencionada de esas pocas escenas que quedaron indeleblemente grabadas y que, traídas por la memoria, es preciso disfrutar con el compañero sin más que anteponer "¿te acuerdas cuando ... ?" como todo preámbulo y con frecuencia sin él: "Y cuando ella se saca el guante negro?". "¿Y cuando se van los hijos de la casa y se queda la madre sola y saca la escopeta del armario?".


¿Será necesario decir que esa era precisamente la escena que se producía una y otra vez en nuestra infancia, cuando salíamos de los cines Oriente o Cuba, tras ver algún episodio de la serie de Fantomas, o El tulipán negro, en mi Santiago de Cuba natal? ¿Y que el comienzo de nuestras rememoraciones era: “¿Te acuerdas cuando…?”, “Y cuando…?”...?

La emoción -retrospectiva- que me asalta es, de nuevo, indescriptible. Entonces se me hace evidente que la Literatura, entre otras muchísimas cosas, puede servir para retrotraernos al pasado, como el sabor de la magdalena de Proust.