En
mi intento de traer al blog textos sobre imágenes, hoy desempolvo
unas magníficas páginas de Gaya Nuño sobre el bodegón español, que el medio cibernético además me permite ilustrar:
“Pero
claro está que tales bodegones [se refiere al bodegón-despensa,
“turbadores escaparates de gula”], a pesar de su sello barroco,
no nos pueden proporcionar la clave deseada. Era necesaria mayor
austeridad o, mejor que austeridad, pobreza.
Encontramos
ambas en España, y con ellas la medida, contradiciendo la común
creencia en nuestro secular afán por lo desmedido y exagerado.
Cuando Fray Juan Sánchez Cotán ordenaba sus pobres bodegones
conventuales con aquella geometría estricta que les hace parecer tan
sempiternamente actuales, posiblemente no se proponía otra meta que
la de alegrar unas estancias demasiado sombrías. Pero había
obtenido un resultado mil veces más ambicioso, estableciendo algo
así como una medida áurea del ambiente que es debido a los objetos
compenetrados dentro de un bodegón. Y entonces hemos de olvidar
concienzudamente que este pintor cartujo no pertenece plenamente ni
al Renacimiento ni al Barroco para entender que ambos capítulos, por
lo que uno contiene de medida y ritmo, por lo que el otro allega de
contigüidades espaciales, quedan bien explícitos en él.
Singularmente, el Barroco, al que tienden con toda evidencia los
cogollos rizados de sus coles y la bisectriz contundente de esa
modesta hortaliza llamada cardo.
Con
estos humildísimos protagonistas quedaba fijada toda una
programática del bodegón barroco; a la vez, del bodegón eterno,
hermético, lúcido, el que es capaz de presentar cualquier nimia
pobreza con el brillo y la aparatosidad de una joya. Este magno
secreto había de tener el valor de transmitirse en toda su feliz
fórmula a muchísimas generaciones de pintores, y en la inmediata a
Sánchez Cotán hallaría su máximo brillar. Me estoy refiriendo a
Francisco de Zurbarán, el que por actuar muy dentro de la órbita
barroca es más esgrimible que Sánchez Cotán en este anhelo de
desnuda serenidad. No era religioso de profesión, sino hombre civil,
y aun sensible a ciertas vanidades, como la de gloriarse de ser
Pintor de Cámara de Felipe IV, pero, de hecho, su íntima
religiosidad se ofrece con caracteres mayormente penetrantes que la
de ninguno de sus contemporáneos vestidos de sayal.. Mucho pintó, y
en total acuerdo con su época y el sentir de la misma; sin embargo,
sus lienzos más emocionantes no son los que contienen figuraciones
humanas o divinas, sino otros dos en que el reposo y la sencillez,
ayudados por la más gloriosa de las geometrías, se rodean de una
aureola de religiosidad raras veces igualada. No sé hasta que
extremo es lícito denominar bodegones -nombre que en esta ocasión
parece de vulgar irreverencia- a esas dos maravillas, una conservada
en el museo del Prado, otra en la Colección Contini-Bonacossi de
Florencia. En la primera cuatro recipientes se alinean con limpieza
ejemplarísima, declarando formas y materias: la copa de bronce, la
anforilla blanca, la otra roja, la cantarilla de loza vidriada, todo
ello bien modesto, pero con un empaque y donosura cuya descripción
exigiría el uso de un lenguaje ideal, participante de las calideces
de Santa Teresa y de la concisión de Baltasar Gracián. En el
bodegón Contini-Bonacossi, un plato de limones, un cesto colmado de
membrillos y otro plato con una jícara y una rosa. Una sola rosa,
una sola flor, para no conturbar en demasía el aroma entero y
penetrante del limón meridional.
En
ambas maravillas, los objetos están alineados tan rigurosamente como
para hacer creer que cada uno de ellos se ensimisma en una categoría
de soledad. Zurbarán respeta con tantísima soledad el mundo del
objeto que considera pecado confundir la prestancia de cada uno de
los elementos figurados con la del contiguo, de suerte que cada uno
de ellos goza de una luz propia y de una radiante seguridad casi
únicas en la historia del bodegón. Maravillan esa recortada
limpìeza, esa donosura, ese halo casi sobrenatural que rodea a cada
una de las piezas representadas. Y según la mirada queda siendo
cautivada por tanta y tan suelta y recogida hermosura, entendemos que
aquella ideal prosa castellana que añorábamos para su mejor
descripción no hubiera sido posible en tanto no se conociera la obra
de Cézanne. Porque estas misteriosas compenetraciones de definición
son abundantes en la historia del arte; no entenderíamos a Cézanne
sin Zurbarán, pero tampoco comprenderemos plenamente al español sin
tomar cuenta de lo realizado por el francés, importando poco los
siglos que separan al uno del otro. Ahora, después de haber oído
repetir miles de veces que la sensatez y el buen orden del bodegón
de nuestro tiempo fueron inaugurados por Cézanne, no trataremos de
desvirtuar la sentencia, pero sí la haremos subsidiaría de otra no
menormente cierta, la de que la santidad del bodegón se origina en
Zurbarán. Aporte cada cual el contenido que desee a esta
calificación tan ambiciosa y tan premeditadamente vaga. Yo se la doy
en su concepto más henchido de amor y paz.”
(Juan
Antonio Gaya Nuño: “Eternidad de un género”, Pequeñas
teorías de arte, Taurus, 1964, págs. 45-47)
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