Mira por dónde voy a unir en
un texto a Benet con Galdós (los antagónicos del gran estilo
y el supuesto garbacerismo) como ángeles tutelares de sendas
emociones retrospectivas que me conducen a los lejanos años de la
infancia.
Entre 1968 y 1970 viví con
mi familia en Madrid el duro exilio a que nos impelía la larga
duración (ya entonces nos parecía larga) de la dictadura castrista.
A principios de 1969 vivíamos en la calle Castelló, en el barrio de
Salamanca, donde habíamos conseguido un alquiler algo más económico
que el anterior en el Puente de Vallecas. La gran ventaja de este
piso es que estaba cerca de los colegios, donde estudiábamos
becados por el Centro Cubano de Madrid, y también cerca del Retiro,
adonde íbamos a jugar con frecuencia. Yo tenía entonces 11 años.
En el Retiro habitualmente
jugábamos en la plaza del Rugby (así la llamábamos), que estaba
situada muy cerca del Estanque, detrás de un merendero. Allí
aprendí a jugar al fútbol y les enseñamos (mi hermano Felipe y yo)
a jugar al béisbol a nuestros amigos españoles (Emilio Arranz,
Manolo Alumbreros y tantos otros). Las clases de Educación Física
las solíamos hacer en La Chopera, lo que ya nos parecía un largo
camino desde el colegio, sito en la calle Claudio Coello.
Una tarde, que estábamos solos y aburridos, mi hermano y yo nos aventuramos por el parque hasta más allá de La Chopera, hasta sus confines en la zona sur. Allí, en un montículo descampado, nos encontramos con un par de chicos de no muy buen aspecto, un par de pilluelos de ínfima condición social. El caso es que hicimos las presentaciones y nos pusimos a jugar, un juego que no duró mucho, pues empezaba a oscurecer, y en el que no me sentía yo del todo tranquilo, dado el carácter de nuestros ocasionales compañeros. Me chocó mucho que, tras las presentaciones, en el juego continuamente llamaban a mi hermano Celipe, lo que para chicos educados como nosotros constituía algo muy extraño.
Una tarde, que estábamos solos y aburridos, mi hermano y yo nos aventuramos por el parque hasta más allá de La Chopera, hasta sus confines en la zona sur. Allí, en un montículo descampado, nos encontramos con un par de chicos de no muy buen aspecto, un par de pilluelos de ínfima condición social. El caso es que hicimos las presentaciones y nos pusimos a jugar, un juego que no duró mucho, pues empezaba a oscurecer, y en el que no me sentía yo del todo tranquilo, dado el carácter de nuestros ocasionales compañeros. Me chocó mucho que, tras las presentaciones, en el juego continuamente llamaban a mi hermano Celipe, lo que para chicos educados como nosotros constituía algo muy extraño.
Recientemente, leyendo El
Doctor Centeno, de Galdós, en el capítulo segundo, cuando
Alejandro Miquis le ha dado su capa al chiquillo moribundo que se ha
encontrado en “la cuesta del Observatorio”, se produce el
siguiente diálogo entre el benefactor y el pilluelo hambriento:
«Vamos
a ver. Has de responderme sin mentira... porque tú eres muy
mentiroso... ¿Cómo te llamas?».
Como
se podrá perfectamente comprender, la emoción que me produce la
lectura de ese pasaje es enorme, pues que la escena se sitúa en esa
misma zona sur del parque, muy cerca de donde mi hermano y yo tuvimos
aquel singular encuentro de nuestra infancia un siglo después de lo que narra Galdós. No sé cómo denominar
esa reviviscencia, tal vez un fenómeno de azar objetivo de que
hablaban los surrealistas.
Días
después, leyendo un artículo de Juan Benet (porque yo puedo leer a
los dos antagónicos, a Benet y a Galdós, con el mismo gran placer
en ambos casos, y me cuesta comprender cómo el primero sentía
tamaño desprecio por la producción de don Benito, pero ya sabemos
que es propio de los grandes tener sus manías y debilidades),
leyendo un artículo -decía-, titulado “¿Y cuando ella…?”,
que se publicó en El País (30-3-1986) y que está recogido en
Ensayos de incertidumbre, me topo con el siguiente pasaje:
A
la salida del cine ocurría algo parecido; cuando el público se iba
calando los abrigos y enrollando las bufandas surgían unos
comentarios que podían durar semanas, tanto como la película en el
cartel. Dejando aparte los calificativos, que pueden despacharse con
un par de adjetivos, los comentarios más estimulantes eran los
recreativos, los que se limitan a reproducir y estirar la experiencia
sin más que mencionarla. Repetición intencionada de esas pocas
escenas que quedaron indeleblemente grabadas y que, traídas por la
memoria, es preciso disfrutar con el compañero sin más que
anteponer "¿te acuerdas cuando ... ?" como todo preámbulo
y con frecuencia sin él: "Y cuando ella se saca el guante
negro?". "¿Y cuando se van los hijos de la casa y se queda
la madre sola y saca la escopeta del armario?".
¿Será
necesario decir que esa era precisamente la escena que se producía
una y otra vez en nuestra infancia, cuando salíamos de los cines
Oriente o Cuba, tras ver algún episodio de la serie de Fantomas,
o El tulipán negro, en mi Santiago de Cuba natal? ¿Y que el
comienzo de nuestras rememoraciones era: “¿Te acuerdas cuando…?”,
“Y cuando…?”...?
La
emoción -retrospectiva- que me asalta es, de nuevo, indescriptible. Entonces se me hace evidente que la Literatura, entre otras muchísimas cosas, puede servir para retrotraernos al pasado, como el sabor de la magdalena de Proust.
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