martes, 21 de mayo de 2019

Un día en la vida de un profesor de secundaria




Empieza la mañana con un control de lectura en 1º de ESO. Tras conseguir sentar a los muchachos (faena que puede tomar entre cinco y ocho minutos), y también que guarden el libro de lectura, se reparte el examen. A levanta la mano para una aclaración sobre la primera pregunta. Tras la respuesta del profesor contesta en voz alta –inevitablemente, para todos los presentes- a la pregunta. El profesor – que soy yo- le invita a abandonar la clase, aunque puede llevarse el examen y terminarlo en el puesto de guardia. El alumno abandona el examen sobre su mesa y se marcha dando un portazo. Más tarde volverá con la directora, a quien le ha referido solo parte de lo ocurrido (no lo relacionado con el portazo) a recoger su examen para completarlo a solas.
Como el control es breve, algunos alumnos terminan a mitad de la clase. Les indico ejercicios que pueden hacer. Casi ninguno lleva el libro de la materia (“como había control”). Les insto a que saquen material de otra asignatura, pero prefieren hablar con los compañeros. Recuerdo que estamos en un examen (les resulta muy difícil entender que en un examen hay que guardar silencio). Al rato veo que B, que ha terminado, está girada hablando con C, que todavía está haciendo el examen, y va todavía por la segunda pregunta. Se lo retiro. No protesta.
En la siguiente clase, Taller de Castellano, resulta siempre difícil calmar a cuatro alumnos que acuden sin la menor motivación y que suelen boicotear la clase de múltiples maneras (interrumpiendo, levantándose, peleándose, insultándose, enfrentándose al profesor…). Casi nunca terminan la clase todos, alguno tiene que abandonarla sancionado. Alguno –qué alivio- no suele venir. Hoy, que había una actividad moderadamente estimulante (para la media clase que quiere trabajar), un par de ellos no paran de comentar en voz alta y con risas todo lo que se dice. Invito a D a salir y lo dejo hasta nueva orden en el fondo del pasillo, junto a la ventana, para que no moleste a ninguna otra clase. Ya con más calma, la actividad se realiza en clase satisfactoriamente. Pero al cabo de un rato se oye llamar a la puerta. Es D, que quiere saber si puede entrar de nuevo en clase. Le explico que No, que debe esperar en el fondo del pasillo. Me mira: “Pero, ¿puedo entrar en clase?” (!?) Antes de que suene el timbre, los alumnos que salen a otras aulas para la optativa, regresan a la suya e irrumpen sin llamar a la puerta ni esperar a que se les dé permiso. Cuando les afeo su actitud, uno de ellos, llamémosle E, sale por la puerta imitando mi regaño con berridos.
Tras el recreo y la guardia, tengo clase con los mayores, los de Literatura Universal de 2º Bachillerato, que se comportan mejor, aunque tienen sus hábitos particulares. Por ejemplo, llegar un poco tarde y escalonadamente a clase; por ejemplo, mirar con insistencia hacia abajo, entre pupitre y regazo, a lo que supongo debe ser un medio electrónico. Frecuentemente, mientras explico, veo que dos, tres, cuatro alumnos repiten el gesto. Hoy, cuando, pasados unos seis minutos desde el sonido del timbre, consigo reunirlos a todos y concitar su atención, escuchamos unos golpes tremendos en la puerta trasera de la clase, como si alguien quisiera derribarla. Les digo a los alumnos que no hagan caso y que continuemos. Pero los golpes continúan y arrecian. Yo en mis trece: pienso que puede ser un gracioso. Pero a la tercera granizada de golpes me levanto y voy a ver. Se trata de F –un habitual del cuerpo de guardia, afiliado a castigos, expulsiones, etc. Me dice que ésta es su aula, que tiene optativa. Le respondo que no, que es la mía y que no es manera de golpear. (Por otra parte, si se hubiera asomado al cristal de la puerta delantera hubiera visto quiénes estábamos en clase y así hubiera evitado el aporreo de la inocente madera.) Pide perdón y se va. Pero, ¿es perdonable tal barbarie?


Ya sólo me queda la última clase, la última de la mañana para un 3º de ESO. Mientras acudo al otro pabellón, donde se da la clase, tengo que dar el alto a una chica, G, que, con su noviete, quiere acercarse al baño. Tengo que discutir con ella para poderla llevar a clase. Lo mismo con otras dos, que a Dios gracias oponen menor resistencia. Ya en clase, paso algunos minutos indicándoles que coloquen bien las sillas (deben estar separadas, pero siempre que entro en clase están juntas) y tratando de resituar a varios sujetos que, por su afición a la verba dialogal, no deben permanecer tan cerca. Cuando voy a empezar la clase, entra H, acostumbrada a hacer su santa voluntad cuando y como quiere, y me dice que se va a hablar con el Jefe de Estudios. Le respondo que No durante la hora de mi clase. Insiste e insiste y veo que se va a marchar. En ese caso, le digo, te quedas allí y no vuelves. Retomo la clase y pregunto por los ejercicios que tocaba corregir. De los veintitantos que son, dos se ofrecen a hacerlos (junto con otros dos tímidos, que callan, son probablemente los únicos que los traen hechos de casa). Comienza la corrección a trancas y barrancas. Los murmullos, comentarios, risas, son innumerables. Tras una breve corrección en que hay que separar el sujeto y predicado de algunas oraciones, como esta: “Le gusta mucho la plaza del pueblo.”, ya hecha y explicada, les pido que cierren el libro y me digan cuál es el sujeto de “Me gusta la cerveza”. Algunas manos levantadas, pero sobre todo muchas voces que gritan: “Me gusta”, “Yooo”, sujeto elíptico, “Me”, sujeto elíptico vuelven a vociferar otros. Sólo una chica levanta la mano para decir, con un hilillo de voz, “la cerveza”. El grueso de la clase no fue capaz de sostener durante dos minutos una explicación que se acababa de hacer con la corrección. El profesor se desanima. Entonces entra H, sin llamar a la puerta, y se dirige hacia su sitio. El profesor la para y le dice que debía quedarse en Jefatura de Estudios. H responde que el profesor le dio permiso para hablar con el Jefe de Estudios. El profesor le dice que no fue así y que le acompañe a Jefatura. Tiene que interrumpir la clase para acompañarla allí y dejarla. Cuando vuelve e intenta retomar la clase ve que G está maniobrando con su móvil. Le llama la atención y le dice que lo guarde. Ella lo lleva al bolsillo de su cazadora. El profesor tiene que insistir en que lo guarde en la mochila. Luego él mismo aparta la mochila hasta una distancia prudencial.
Toca ahora corregir morfología, la descomposición de palabras. Dos lo han hecho y salen a la pizarra. Pero lamentablemente lo han hecho mal. El profesor corrige e intenta explicar la forma de hacerlo. Murmullos, voces, risas, comentarios. Todo el mundo quiere decir algo, lo primero que se le ocurre, lo más gracioso, pero algo que nunca tiene nada que ver con lo que se está tratando en clase. Un muchacho, I, que ha hablado para proponer una separación y lo ha hecho erróneamente, mientras se le explica la forma correcta, bromea, saca chistes y juegos de palabras sobre la explicación, corea al profesor. Se le invita a abandonar la clase (días antes había hecho –por castigo- una redacción sobre el respeto debido al profesor). Sale una chica, J, que necesita aprobar (ya por edad no puede repetir más cursos), a separar en la pizarra. Lo hace mal. Se le indica que mire la separación de al lado, ya corregida, donde se daba el mismo problema. Mira, pero no acierta a sacar conclusiones de lo que son morfemas flexivos y derivativos en la palabra corregida que tiene a su lado. Las saca el profesor, volviendo a explicar lo que es cada cosa. Propone una nueva palabra; nadie se atreve a descomponerla. El profesor, resignado, lo va a hacer, pero cuando se dirige a la pizarra y el murmullo crece, y las voces y risas, y la atención flaquea, de repente se rompe y no consigue llegar al encerado. El cuerpo (o más bien el alma) no le acompaña, no da para más. El profesor se queda mudo, roto, y desiste de seguir explicando. Manda a hacer unos ejercicios (es un decir) y concentra su atención en otras cosas: por ejemplo, en no caerse redondo en medio de la clase. Son los únicos momentos en que permanecen en silencio los alumnos, pero no nos engañemos, sólo son unos momentos. A los dos o tres minutos las conversaciones, risas, cordialidad se retoman y la clase vuelve a ser el sitio familiar de siempre, donde se la pasa bien uno.
Cuando suena el timbre el profesor da las últimas indicaciones (bajad las persianas, subid los pupitres) y el alumnado sale satisfecho (que más se puede pedir, al fin y al cabo se ha perdido más de media clase y casi le da un patatús al profesor de Lengua).
Algún chico educado al salir le dice: “Buen fin de semana” y el profesor se pregunta “¿Y por qué no me desean que tenga una buena clase?”
¿Que no se aprende en clase? Hoy hemos llegado en el abecedario hasta la J.
Y en clase de Literatura Universal les comenté un verso de Dante que muy frecuentemente me viene a la cabeza: “Dejad toda esperanza los que entréis.”

(enero 2013)

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