domingo, 5 de mayo de 2024

Un gran libro que no recomendaría a nadie: DAVID COPPERFIELD

 


Cuando terminamos de leer las 1000 páginas que tiene la novela, aparte del recuerdo de los muchos momentos de felicidad que nos ha proporcionado, experimentamos un cierto alivio. Pues, en efecto, hemos alcanzado la cima de esa auténtica mole que constituye la obra, pero, a la que, entendemos, le pueden sobrar 300 o 400 páginas perfectamente. ¿Cómo ello?

 

Para entender esto hay que remontarse a la época en que apareció, mediados del siglo XIX. En esa época muchas de las novelas se publicaban por entregas, como folletín que figuraba entre las páginas de los periódicos. De hecho David Copperfield fue apareciendo a lo largo de dos años (1849-1850) hasta que finalmente se recogió en forma de libro.

 

Si leemos el precioso ensayo de Stefan Zweig sobre Dickens, en su obra Tres maestros: Balzac, Dickens, Dostoievski, asistiremos a la narración de cómo el público esperaba con impaciencia el día en que aparecía el folletín y salían del pueblo dos o tres millas a esperar al repartidor de periódicos para comenzar su lecturas lo antes posible. Esto nos habla mucho de la época y también del amor que sentían los lectores por su autor favorito. En una época en que no había cine, ni televisión, ni mucho menos los actuales medios de difusión, la literatura debía cumplir su papel de entretener de forma masiva y prolongada. Por ello, con la narración folletinesca se llega a una estética basada en el principio industrial de a tanto dinero la página, y ello deriva en largas descripciones (de lugares, de personajes), mucha adjetivación, incluso espuria y, sobre todo, diálogo, mucho diálogo.

 

En los autores mediocres de folletín (Eugenio Sue, Pérez Escrich) esto se nota mucho. Pero el folletín fue cultivado por autores de nivel (el propio Dickens, Victor Hugo, Balzac) que, en gran medida, lo trascendían, aunque podían quedar atrapados en otras de las características de esa estética folletinesca, de que ahora hablaremos. Me refiero a la tendencia –propia del melodrama- a presentar personajes muy antitéticos (o muy buenos o muy malos), y también a la abundancia de la casualidad más insospechada en los encuentros y reencuentros. Estos últimos rasgos se dan mucho en David Copperfield.

 

En su enjundioso ensayo señala Zweig algunas de las características más sostenidas de Dickens: su amor por el pueblo llano, las clases humildes y los niños; su reformismo burgués, lejos de cualquier ilusión revolucionaria; lo penetrante y plástico de su mirada, que rehúye el psicologismo y atiende a lo visible y material; su tendencia finalmente al idilio; y, desde luego, su portentosa creación de personajes.

 

Aunque Zweig no maneja conceptos de la narratología moderna, que podrían ser aclaratorios (estilo folletinesco, personajes planos y redondos…), su visión de la literatura de Dickens (y de la felicidad que nos provoca) es muy certera. Personalmente me quedo con esos personajes, algo planos, según la terminología de Forster, esos que pueden ser caracterizados en torno a una frase o idea, pero, al mismo tiempo, absolutamente inolvidables: el irredimible optimismo del endeudado Micawber (“ya saldrá algo”) y la devoción de su señora; la sinuosa maldad de Uriah Heep que transparece en la sempiterna frialdad de sus manos; la inmarcesible bondad y generosidad de los humildes Pegotty; la siempre sensata y adorable Agnes; y mi preferido, el señor Dick, el loco benévolo, que –como quien no quiere la cosa- siempre acierta en los consejos que le da a la tía de Copperfield.

 

Una estupenda novela, pero que, con sus mil páginas, en nuestro tiempo de velocidad y ligereza, no se sabría recomendar.