Cuando terminamos de leer las
1000 páginas que tiene la novela, aparte del recuerdo de los muchos momentos de
felicidad que nos ha proporcionado, experimentamos un cierto alivio. Pues, en
efecto, hemos alcanzado la cima de esa auténtica mole que constituye la obra,
pero, a la que, entendemos, le pueden sobrar 300 o 400 páginas perfectamente.
¿Cómo ello?
Para entender esto hay que
remontarse a la época en que apareció, mediados del siglo XIX. En esa época
muchas de las novelas se publicaban por entregas, como folletín que figuraba
entre las páginas de los periódicos. De hecho David Copperfield fue apareciendo
a lo largo de dos años (1849-1850) hasta que finalmente se recogió en forma de
libro.
Si leemos el precioso ensayo
de Stefan Zweig sobre Dickens, en su obra Tres
maestros: Balzac, Dickens, Dostoievski, asistiremos a la narración de cómo
el público esperaba con impaciencia el día en que aparecía el folletín y salían
del pueblo dos o tres millas a esperar al repartidor de periódicos para
comenzar su lecturas lo antes posible. Esto nos habla mucho de la época y
también del amor que sentían los lectores por su autor favorito. En una época
en que no había cine, ni televisión, ni mucho menos los actuales medios de
difusión, la literatura debía cumplir su papel de entretener de forma masiva y
prolongada. Por ello, con la narración folletinesca se llega a una estética
basada en el principio industrial de a tanto dinero la página, y ello deriva en
largas descripciones (de lugares, de personajes), mucha adjetivación, incluso
espuria y, sobre todo, diálogo, mucho diálogo.
En los autores mediocres de
folletín (Eugenio Sue, Pérez Escrich) esto se nota mucho. Pero el folletín fue
cultivado por autores de nivel (el propio Dickens, Victor Hugo, Balzac) que, en
gran medida, lo trascendían, aunque podían quedar atrapados en otras de las
características de esa estética folletinesca, de que ahora hablaremos. Me
refiero a la tendencia –propia del melodrama- a presentar personajes muy
antitéticos (o muy buenos o muy malos), y también a la abundancia de la
casualidad más insospechada en los encuentros y reencuentros. Estos últimos
rasgos se dan mucho en David Copperfield.
En su enjundioso ensayo señala
Zweig algunas de las características más sostenidas de Dickens: su amor por el
pueblo llano, las clases humildes y los niños; su reformismo burgués, lejos de
cualquier ilusión revolucionaria; lo penetrante y plástico de su mirada, que
rehúye el psicologismo y atiende a lo visible y material; su tendencia finalmente
al idilio; y, desde luego, su portentosa creación de personajes.
Aunque Zweig no maneja
conceptos de la narratología moderna, que podrían ser aclaratorios (estilo
folletinesco, personajes planos y redondos…), su visión de la literatura de
Dickens (y de la felicidad que nos provoca) es muy certera. Personalmente me
quedo con esos personajes, algo planos, según la terminología de Forster, esos
que pueden ser caracterizados en torno a una frase o idea, pero, al mismo
tiempo, absolutamente inolvidables: el irredimible optimismo del endeudado Micawber (“ya
saldrá algo”) y la devoción de su señora; la sinuosa maldad de Uriah Heep que
transparece en la sempiterna frialdad de sus manos; la inmarcesible bondad y generosidad
de los humildes Pegotty; la siempre sensata y adorable Agnes; y mi preferido, el señor
Dick, el loco benévolo, que –como quien no quiere la cosa- siempre acierta en
los consejos que le da a la tía de Copperfield.
Una estupenda novela, pero
que, con sus mil páginas, en nuestro tiempo de velocidad y ligereza, no se
sabría recomendar.
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