martes, 15 de diciembre de 2009

Fragmentos de la ponencia parisina

Durante los días 10 y 11 de este mes de diciembre asistí al "Colloque International: 1959-2009: Regards sur 50 ans de vie culturelle avec la revolution cubaine", celebrado en la Sala Luis Buñuel del Colegio de España en París, y organizado por Julie Amiot-Guillouet y Renée Clementine Julien. Recojo aquí de forma amplia, aunque fragmentaria (el texto completo espero que aparezca publicado en las actas del congreso), la comunicación que presenté.

El cine cubano visto desde el exilio.

Sí, en efecto, “desde el exilio”. Es el título que conviene a este escrito, pues el autor, con su familia, abandonó Cuba hace más de 40 años y jamás ha regresado. Reivindico el término de exilio porque, en los últimos años, desde el poder instalado en la isla y sus corifeos, se ha intentado neutralizar su alcance y sentido denominando como “emigración” a las sucesivas oleadas de cubanos que han abandonado su tierra a lo largo de decenios. Tal vez sirva para nombrar a muchos de los cubanos que en las últimas décadas han abandonado el país en busca de una mejor situación económica, habida cuenta el estado de precariedad nacional en que se encuentra la isla, pero desde luego la denominación es inaplicable a los que en las primeras décadas abandonaron la isla huyendo del carácter autocrático que, desde casi los primeros momentos, fue tomando el movimiento revolucionario. “Diáspora”, el otro término que últimamente se ha venido empleando con frecuencia, es menos tramposo que emigración, pero tampoco recoge el nítido sentido político que el término exilio conlleva. Exilio, el cubano, que durante muchos años tuvo la consideración de apestado y cuyos miembros, siempre sospechosos, jamás gozaron de la menor credibilidad entre sectores de la intelligentsia progresista. Sólo en los últimos años (tras la caída del muro de Berlín y de la antigua Unión Soviética), cuando se empieza a asumir que la historia de Cuba no comienza en 1959, percibo que se lo toma en consideración y se escucha su palabra en los foros internacionales con cierto respeto. Ya era hora, después de ese largo período de general ostracismo.

Así pues, quien hoy les habla es alguien a quien, cuando se le pide que se defina, lo primero que se reconoce es como exiliado cubano que vive en España. La enorme distancia espacial y temporal entre mi hoy y mi infancia durante los primeros años de la revolución hace que, en lo tocante a las condiciones materiales de acceso al cine cubano, me considere un “espectador lejano”. Jamás podría ser yo un historiador del cine cubano cuando he ido accediendo a él a cuentagotas, con los poquísimos títulos que habitualmente se estrenan en los cines de arte y ensayo del país en que vivo, los muy pocos ciclos que se pasaron en la televisión española de otros tiempos (hoy en día, en la televisión regida por los índices de audiencia, impensables), las compras que he podido realizar (o encargar) en viajes a Miami, la enorme generosidad de algunos amigos (como Santiago Juan Navarro de la Universidad Internacional de Florida) y, últimamente, las páginas de intercambio de archivos en el ciberespacio. Así, poco a poco, me he ido haciendo una imagen aceptable, que no completa ni rigurosa, del cine cubano. Ahora bien, si desde el punto de vista de las circunstancias materiales, soy un “espectador lejano”, en lo tocante a las condiciones de una posible hermenéutica fiable soy casi un privilegiado, pues que he conocido de primera mano las formas de vida en los primeros años de la Cuba revolucionaria, esas que le hacían decir a Virgilio Piñera que en Cuba Kafka sería considerado un escritor costumbrista, y por lo tanto puedo penetrar en lo que denomino el dialecto del cine cubano con más garantías seguramente que muchos sesudos –o desorientados- estudiosos del primer mundo. Cuando hablo de dialecto me refiero no sólo a la especial dicción del español tal como se habla en Cuba –y que hacía manifestar a Cabrera Infante en la Advertencia preliminar de Tres tristes tigres que su libro estaba escrito “en cubano”- sino al extraño carácter, entre onírico y kafkiano, que toman las formas de la realidad en Cuba, y que al presentarse en determinadas obras artísticas –el cine, en lo que ahora nos atañe- muestran un aspecto irremediablemente opaco para espectadores más lejanos que yo.


(...)

En el terreno de la cinematografía, al tratarse de un arte pero también de una industria, esta producción del francotirador en el exilio resulta más difícil (y entre algunos intentos poco relevantes merecerían ser destacados los valientes documentales testimoniales de Néstor Almendros en los años 80: Conducta impropia, 1983, y Nadie escuchaba, 1989). Por eso nuestra mirada de exiliados se ha de dirigir a aquel cine que en el interior de la isla adopta una mirada crítica ante el régimen con la que nos podamos identificar. Así nuestro particular canon del cine cubano lo vendría a constituir eso que, en palabras de Orlando Rojas, se podría denominar “cine incómodo”, un cine que, a través de su ambigüedad, alegorismo o sobreentendidos, resulte crítico frente a las formas instauradas por quienes detentan el poder político en la isla desde hace ya la friolera de medio siglo (y detentan está utilizado en su estricto sentido semántico de “retener uno sin derecho lo que no le pertenece”).

Dentro de ese “cine incómodo” tendríamos que situar películas como Un día de noviembre (Humberto Solás, 1972), De cierta manera (Sara Gómez, 1974), Plaff (Juan Carlos Tabío, 1988), Papeles secundarios (Orlando Rojas, 1989), Alicia en el pueblo de Maravillas (Daniel Díaz Torres, 1990), el mediometraje Video de familia (Humberto Padrón, 2001) y gran parte del cine de Tomás Gutiérrez Alea y de Fernando Pérez.

Gutiérrez Alea, el “revolucionario incómodo”, como le denominara Alfredo Guevara, director de un talento rayano en lo genial, es sin duda el centro del canon cubano y de nuestro particular canon. A mí me gusta poner de relieve una frase que le dice Diego a David en Fresa y chocolate, cuando este último le entrega el manuscrito con sus relatos: “Lo importante está aquí, en la obra; lo demás no importa.” Creo que es una clave para entender la estrategia crítica de Alea. Defensor público y a veces intransigente del régimen, en su obra asistimos a un continuo fustigamiento de las diversas insuficiencias del poder político de la isla. En sus primeros filmes y documentales se centra en la crítica de la dictadura de Batista y en cantar las alabanzas al proceso revolucionario, pero ya desde La muerte de un burócrata, con su implacable crítica a la burocracia en general (punteada con dardos a la burocracia revolucionaria), o el discurrir ambiguo de la mirada en Memorias del subdesarrollo, en que los hechos de la isla se ven desde la perspectiva del outsider, del que está fuera del juego (por utilizar el título del célebre poemario de Heberto Padilla), o Los sobrevivientes, con la metáfora del aislamiento (¿es la familia burguesa la que se aísla del proceso revolucionario o es, metafóricamente, la isla la que se encierra en sí misma fuera del proceso general de la historia?), hasta su díptico testamentario (Fresa y chocolate y Guantanamera), que supone un verdadero ajuste de cuentas con respecto al régimen que tanto había apoyado, asistimos a un proceso de progresivo divorcio respecto al poder revolucionario y, por ello, es un tipo de discurso con el que los exiliados nos podemos perfectamente identificar.

No voy a hablar de Fresa y chocolate, porque ya le he dedicado un libro entero al asunto, pero sí me gustaría llamar la atención sobre un momento de Guantanamera, comedia de humor negro, aparentemente ligera, pero que sabemos disgustó sobremanera al Comandante. La clave está en una secuencia que irrumpe hacia la parte final del filme, rompiendo deliberadamente la continuidad, y en la que, en medio de un típico aguacero tropical, se nos narra la leyenda de cómo Ikú acabó con la inmortalidad.

Recordaré aquí el texto de la leyenda tal como la reelabora el propio Alea:

Al principio del mundo Olofin hizo el hombre y la mujer y les dio vida. Olofin hizo la vida, pero se le olvidó hacer la muerte. Pasaron los años, y los hombres y las mujeres cada vez se ponían más viejos, pero no se morían. La tierra se llenó de viejos que tenían miles de años y que seguían mandando de acuerdo con sus viejas leyes. Tanto clamaron los más jóvenes que un día sus clamores llegaron a oídos de Olofin. Y Olofin vio que el mundo no era tan bueno como él lo había planeado y sintió que él también estaba viejo y cansado para volver a empezar lo que tan mal le había salido. Entonces Olofin llamó a Ikú para que se encargara del asunto, y vio Ikú que había que acabar con el tiempo en que la gente no moría. Hizo Ikú entonces que lloviera sobre la tierra durante treinta días y treinta noches sin parar, y todo fue quedando bajo el agua. Sólo los niños y los más jóvenes pudieron treparse en los árboles gigantes y subir a las montañas más altas. La tierra entera se convirtió en un gran río sin orillas. Los jóvenes supieron entonces que la tierra estaba más limpia y más bella, y corrieron a darle gracias a Ikú porque había acabado con la inmortalidad.

Ni que decir tiene que frases como “y que seguían mandando de acuerdo con sus viejas leyes” o “cansado para volver a empezar lo que tan mal le había salido” no aparecen en la leyenda yoruba tal como se recoge en el libro de Samuel Feijóo Mitología cubana (p. 245) y hay que atribuir, por tanto, al propio Titón. Retomo unas palabras que le dediqué a este pasaje en el libro al que acabo de hacer referencia:

“En esta secuencia espectral, hipnótica, en que se nos sumerge en el espacio del mito, aparece en un determinado momento un caballo (que no nos resistimos a leer como «El Caballo»). Pensamos que esta extemporánea, y no por ello impertinente, irrupción mítica en una comedia satírica más bien ligera, propone un tipo de mensaje trascendente, que va más allá de lo fílmico, de la acción que venimos contemplando, y que supone dos cosas: una serena despedida de la vida por parte del autor; y una invitación a los inmortales (y en Cuba sólo hay Uno) a que dejen de serlo, para dar paso a la nueva savia del mundo.” (p. 51)

Creo que con lo dicho resultan más que evidentes los motivos por los que el filme molestó tanto al Comandante y por los que ha sido ninguneado por la crítica oficial.

La notoriedad alcanzada por el cine de Fernando Pérez en los 90 y en los años que llevamos del nuevo siglo hace que no nos sintamos del todo huérfanos tras la muerte de Alea. He aquí un cineasta de enorme talento, nada conformista, “incómodo”, que, en mi opinión viene a heredar el lugar que ocupaba Titón como cineasta de referencia en el panorama del cine cubano. Madagascar, con su hermoso entramado simbólico, nos plantea de forma muy nítida el conflicto abierto entre la generación que apoyó le revolución (y que se ha quedado estancada: ¡esas kafkianas imágenes de los funcionarios universitarios sacándole punta a los lápices o brillo a los espejuelos!) y la nueva que, si no tiene muy claro lo que quiere, sabe “lo que no quiere”. Ahora bien, la reconciliación final entre madre e hija se produce en un túnel al que no se le ve salida. (Túnel que no puedo dejar de emparentar con esa especie de catacumba donde los personajes de la parte final de Madrigal esperan, por sorteo, la posibilidad de abandonar ese mundo de Eros desenfrenado en que se ha convertido su país para el año 2020: esas metáforas de la cerrazón y el hermetismo, y la consiguiente necesidad de salir a respirar, que aparecen en el cine de Pérez y que tanto nos dicen a los que estamos fuera sobre el estado actual de la nación.)

(...)

Cerraremos nuestro recorrido con Suite Habana, película cuasi documental que describe un día en la vida, no de Iván Denisovich, sino de un grupo de cubanos (el pequeño Francisquito aquejado de síndrome de Down y su abnegado padre; la familia que se separa, pues un hijo se marcha a Miami, mientras que otro, el tristísimo médico, ejerce en sus horas libres de clown; el bailarín que ha de ir a su función en el teatro –El lago de los cisnes- haciendo autostop de pago; la anciana Amanda, que sobrevive tostando maní y que ya no tiene sueños, y otros más). La película se cierra con imágenes de un feroz oleaje frente al malecón de La Habana, que produce la mayor sensación de vida en la hora y media que dura la cinta. La manera en que, sin apenas palabras, se describe en Suite Habana, las dificultades del diario vivir y la falta de esperanza de un país que se presentaba al mundo como la utopía en vías de ser realizada, me parece el testimonio más desolador y triste (es la película más triste que conozco) del fracaso absoluto del régimen en el poder. Otra de esas películas que nos reconcilian con el país, que nos hacen pensar que la patria no ha muerto todavía (ya avisaba Eliseo Alberto en su Informe contra mí mismo, hablando de los desaguisados del régimen y sus consecuencias: “lo que está en peligro es la patria”, esa Cuba cuya historia, repito, no empieza en 1959). Películas –ésta y las que he ido nombrando en nuestro particular canon- a propósito de las que se puede repetir ese celebérrimo verso 20 del Cantar de Mío Cid, con que los vecinos de Burgos reconocían al Cid que pasaba por sus tierras injustamente desterrado:

Dios, qué buen vasallo - si oviesse buen señor!




Carlos Campa Marcé
octubre-noviembre 2009

jueves, 3 de diciembre de 2009

Un cuento licencioso del DECAMERÓN de Boccaccio

METER EL DIABLO EN EL INFIERNO En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando.