miércoles, 13 de junio de 2018

Una pintura de Zuloaga: Mi familia (1937)


Ignacio Zuloaga: Mi familia (1937)

Hoy traigo a este blog unas consideraciones sobre el cuadro que, en una reciente visita a la exposición Zuloaga. Carácter y emoción, en la Fundación Bancaja de Valencia, más me ha impactado. Un impacto agridulce, el reconocimiento de su perfección plástica unido al desasosiego que produce una lectura que se quiera psicológica del mismo. En realidad, mucho de lo que aquí voy a manifestar son ideas de mi esposa, que surgieron mientras ambos mirábamos el cuadro: yo tal vez hechizado por su nitidez plástica, pero ella -psicóloga nata- me hizo unas observaciones que ahora intentaré desarrollar.


Es muy evidente, desde un punto de vista constructivo, el homenaje a Velázquez, a sus Meninas, piedra de toque de tantas obras posteriores, perceptible tanto en el hecho de tratarse de un cuadro de familia (en este caso, propia), como en la presencia de la parte trasera de un lienzo, y la actitud creativa del pintor con el pincel en la mano. Hasta el perro echado en el suelo denota el abolengo velazqueño.
Ahora bien, más complejas son las relaciones entre los personajes que el cuadro muestra. Tenemos al pintor con su paleta, a su esposa y su hijo sentados delante de él, y detrás de ellos, de pie, su hija con su esposo. Empecemos por los que están de pie: la hija, en actitud del que se va, vuelve la espalda para mirar, no sin melancolía, el cuadro en proceso; su esposo, no sin desapego, contempla el mismo lienzo, sin transmitir ninguna emoción, como quien está ahí a verlas venir, en algo que apenas le concierne personalmente. Está junto a su esposa, pero apenas con ella, separados, sin contacto: ella sostiene un guante y él la solapa de su chaqueta. Si pasamos a los personajes sentados, vemos al hijo de medio lado (no le vemos el rostro al completo) que, sosteniendo sus gafas, dirige la mirada hacia su madre. Ésta, verdadero tótem, mira erguida hacia el cuadro, pero con la mirada perdida; en realidad no parece mirar nada, sino estar ensimismada en su condición cuasi divina y objeto de veneración del hijo. Nuestro pintor, frente a ellos, los mira con atención. Se trata de una mirada penetrante, pero profesional, la mirada de un artista ante un objeto plástico, que bien podría ser una naturaleza muerta. Hay una chocante carencia de afectos en las miradas del cuadro, que extraña mucho tratándose, como se trata, de una pintura tan íntima y personal. Hasta el perro mira hacia otra parte, aunque si atendemos a los bocetos que se nos muestran, en pantalla, en otra sala de la exposición, el pintor lo ha trasladado desde mitad del cuadro hasta sus proximidades, con lo cual nos parecería indicar que es el mayor afecto que posee entre los figurantes del cuadro, que así se reparten en tres grupos de dos. También en esa otra sala se nos muestran dos cuadros en que aparecen madre e hijo, él leyendo en una mesa, ella descansando cerca de él. Todo apunta hacia esa profunda relación edípica que el gran retrato familiar a su vez plasma.


Resumiendo, un cuadro hermoso y desasosegante: plástica y constructivamente muy logrado, pero que transmite un aire de desafección enorme. Estamos en 1937.