Vuelvo
a ver, por tercera vez, el filme ¡Lumière!
Comienza la aventura,
de Thierry Fremaux, y la emoción, otra vez, es enorme. Muchas
virtudes tiene la película: su sobriedad visual en tanto que sólo
reproduce imágenes de los hermanos Lumière, la magnífica música
de Saint-Saëns que se elige para fondo sonoro, los atinados
comentarios del narrador (y la magnífica voz de éste en el doblaje
español). Pero la principal de las virtudes es cómo nos descubre la
gran creación artística que constituye el cine de estos pioneros.
Me
explico: solíamos atender, en mis seminarios sobre cine en la
universidad de Valencia, al hablar de los orígenes del cine, a la
tríada Lumière, Méliès, Griffith. Los hermanos Lumière habían
inventado el artefacto técnico para captar las imágenes en
movimiento y habían iniciado
un cine mostrativamente documental; Georges Méliès había
introducido por su parte el elemento ficcional, la magia de los
trucos y la espectacularidad del medio, pero sólo a David Wark
Griffith le cabía el honor de haber desarrollado el lenguaje
cinematográfico (con el primer plano, el montaje en paralelo y la
temática dramática y emocional de la salvación en el último minuto) y así
asentado el dispositivo que llevaría a las grandes obras de Murnau,
Einsenstein o Chaplin, por citar sólo algunos grandes nombres del
periodo mudo.
Esta
concepción iba unida a la contemplación de las 4 o 5 habituales
filmaciones de los Lumière: la salida de los obreros de la fábrica,
la llegada del tren a la estación, el regador regado o la demolición de un muro…),
y así la idea que nos hacíamos del cine de los hermano Lumière era
ilustrativa y básica. Pero con la película de Fremaux (que
recoge el trabajo de restauración de multitud de filmes de los
hermanos: 108, creo recordar, en la película, de las más de 1400
que hicieron) lo que descubrimos es la magnitud de la empresa de
estos pioneros así como la dimensión estética de su apuesta. Los
comentarios del narrador nos hacen ver la idoneidad del emplazamiento
de la cámara, lo que de puesta en escena hay en casi todas las escenas,
pequeños movimientos de cámara (travellings) o el uso de la
profundidad de campo, pero también la captación documental de una
época de la historia de Francia o el interés antropológico de
otras cintas (las rodadas en el Viet-Nam colonial, por ejemplo). Ya,
por último, nos relaciona algunas imágenes con otras de cineastas
posteriores (como Kurosawa y Ozu), y no podemos más que asentir. O
vemos en la botadura de un barco no sólo un precedente de la
botadura del Titanic,
como se nos indica, sino del celebérrimo gag de Chaplin en Tiempos
modernos.
Lo
que vemos es cine del
mayor nivel,
con el elemento elegíaco que siempre conlleva cualquier imagen del
cine mudo, en este caso reforzada por la maravillosa elección
musical. Una película que nos emociona profundamente por la lección
de amor y conocimiento que despliega sobre ese medio que tanto gozo nos ha proporcionado y al que tanto
queremos: el cinematógrafo.
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