miércoles, 8 de julio de 2020

¡Lumière! Comienza la aventura.




Vuelvo a ver, por tercera vez, el filme ¡Lumière! Comienza la aventura, de Thierry Fremaux, y la emoción, otra vez, es enorme. Muchas virtudes tiene la película: su sobriedad visual en tanto que sólo reproduce imágenes de los hermanos Lumière, la magnífica música de Saint-Saëns que se elige para fondo sonoro, los atinados comentarios del narrador (y la magnífica voz de éste en el doblaje español). Pero la principal de las virtudes es cómo nos descubre la gran creación artística que constituye el cine de estos pioneros.

Me explico: solíamos atender, en mis seminarios sobre cine en la universidad de Valencia, al hablar de los orígenes del cine, a la tríada Lumière, Méliès, Griffith. Los hermanos Lumière habían inventado el artefacto técnico para captar las imágenes en movimiento y habían iniciado un cine mostrativamente documental; Georges Méliès había introducido por su parte el elemento ficcional, la magia de los trucos y la espectacularidad del medio, pero sólo a David Wark Griffith le cabía el honor de haber desarrollado el lenguaje cinematográfico (con el primer plano, el montaje en paralelo y la temática dramática y emocional de la salvación en el último minuto) y así asentado el dispositivo que llevaría a las grandes obras de Murnau, Einsenstein o Chaplin, por citar sólo algunos grandes nombres del periodo mudo.

Esta concepción iba unida a la contemplación de las 4 o 5 habituales filmaciones de los Lumière: la salida de los obreros de la fábrica, la llegada del tren a la estación, el regador regado o la demolición de un muro…), y así la idea que nos hacíamos del cine de los hermano Lumière era ilustrativa y básica. Pero con la película de Fremaux (que recoge el trabajo de restauración de multitud de filmes de los hermanos: 108, creo recordar, en la película, de las más de 1400 que hicieron) lo que descubrimos es la magnitud de la empresa de estos pioneros así como la dimensión estética de su apuesta. Los comentarios del narrador nos hacen ver la idoneidad del emplazamiento de la cámara, lo que de puesta en escena hay en casi todas las escenas, pequeños movimientos de cámara (travellings) o el uso de la profundidad de campo, pero también la captación documental de una época de la historia de Francia o el interés antropológico de otras cintas (las rodadas en el Viet-Nam colonial, por ejemplo). Ya, por último, nos relaciona algunas imágenes con otras de cineastas posteriores (como Kurosawa y Ozu), y no podemos más que asentir. O vemos en la botadura de un barco no sólo un precedente de la botadura del Titanic, como se nos indica, sino del celebérrimo gag de Chaplin en Tiempos modernos.

Lo que vemos es cine del mayor nivel, con el elemento elegíaco que siempre conlleva cualquier imagen del cine mudo, en este caso reforzada por la maravillosa elección musical. Una película que nos emociona profundamente por la lección de amor y conocimiento que despliega sobre ese medio que tanto gozo nos ha proporcionado y al que tanto queremos: el cinematógrafo.

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