Al comienzo del capítulo 4 de su libro de memorias Errata, Steiner narra un episodio de su vida de estudiante en la Universidad de Chicago: su amistad con un paracaidista, Alfie, que volvía de la guerra y cómo éste le va a dar lecciones de gramática parda y le servirá de tutor en su iniciación sexual. Excelentemente narrado, destacaría esa leal amistad entre individuos tan diferentes social e intelectualmente y la forma como encara cuestión tan delicada como la iniciación mercenaria en los asuntos del sexo.
Sólo un Philip Roth podría expresar con palabras la
electricidad, el resplandor de la vida cotidiana en la Universidad de Chicago a
finales de los años cuarenta. Hasta el clima tenía una grandeza teatral. El
viento del sur inundaba el aire con el color rojo y el hedor de los mataderos,
tornándolo sofocante. Cuando, con una mano rota y los ojos casi sellados, Tony
Zale obtuvo el título tras derrotar por K. O. a su rival italo-americano, los
compañeros y seguidores de Zale en la siderurgia de White City avivaron y
redujeron alternativamente la llama de los altos hornos como muestra de
homenaje. Jamás olvidaré el jubiloso resplandor amarillo blancuzco y rojo fuego
que se extendió sobre el lago. O esa noche de agosto, cuando, con una
temperatura superior a 37º en el momento de ponerse el sol, los megáfonos de la
policía del campus anunciaron entre bramidos que podíamos abandonar nuestros
sofocantes dormitorios (aún no existía el aire acondicionado) y dormir en el
parque. Salimos en cascada al calor de la noche, al aire enloquecido por el
canto de los grillos y los rayos de la tormenta eléctrica. A nuestro alrededor,
una ciudad que nunca dormía, una ciudad en donde la brutalidad en la política,
en el arte, en el jazz, en la música clásica, en la ciencia atómica, en el
comercio y las tensiones raciales resultaban palpables y se dejaban sentir como
una descarga. Una megalópolis de intensidad pura.
Las literas de dos pisos ocupaban casi por completo el
espacio de los cubículos-dormitorios donde se apiñaban los veteranos que
regresaban al país. El ex paracaidista que habría de ser mi compañero de
habitación me miró con absoluta incredulidad. Nunca había visto un ser tan
evidentemente mimado, protegido, convencionalmente vestido y cargado de libros
como yo. Tras un largo y áspero silencio, me preguntó si yo era «listo».
Apostando por mi supervivencia, respondí: «Extraordinariamente». Al oír la
palabra esbozó una mueca de disgusto y de asombro. Luego dedujo con laconismo
que yo podría serle útil para aprobar sus asignaturas, cuyas listas de lecturas
yacían desordenadas sobre la mesa. Más tarde, sin embargo, me enseñó algo que
yo jamás sería capaz de conseguir, aunque lo intentase sin descanso durante un
millón de años. Alfie se puso en cuclillas, extendió los brazos hacia delante,
los tensó y se subió de un salto a la litera de arriba. Ningún Nureyev ha
logrado superar para mí el explosivo arco de ese salto que mostraba el absoluto
dominio de un paracaidista sobre sus muslos en tensión, sobre el resorte oculto
en la zona inferior de su espalda. Me quedé paralizado, a punto de llorar por
mi ineptitud y la sencilla belleza de aquel gesto. Nos hicimos amigos.
Yo hice cuanto pude por
facilitarle sus tareas académicas, por ayudarle a obtener el título que la constitución
estadounidense había hecho posible. Él, a su vez, intentó convertirme en un
adulto pasable, enseñarme esas artes sencillas que para un privilegiado ratón
de biblioteca, para un mandarín judío, resultan las más arduas de aprender.
Durante las semanas siguientes, aprendí un poco de póquer serio, escuché el jazz
de Dizzy Gillespie en el Beehive, superé mi miedo a las ratas y a los retretes
con las puertas rotas. La palabra se esfumó. Si, en la bulliciosa calle 63 o en
cualquier lugar de aquel louche, de
aquel hervidero racial que era el South Side, alguien se hubiera atrevido
siquiera a rozar un solo pelo de mi engreída cabeza, habría de vérselas con la
navaja o el golpe de kárate de aquel paracaidista. (Acuclillado sobre el
retrete, Alfie había abatido a una rata, rompiéndole la columna con el canto de
la mano). Dondequiera que fuésemos en aquella turbulenta ciudad, yo caminaba
junto a mi mentor o unos pasos por delante, como un extraño pez piloto a salvo
en la estela de su tiburón.
Los recuerdos de la carne, especialmente los sexuales,
poseen su propia y engañosa retórica. Los episodios reales de epifanía o de
trauma son tan difíciles de recordar, de
articular con exactitud, como una punzada de dolor. Mi virginidad ofendió
a Alfie. Le pareció ostentosa e incluso vagamente perversa en un muchacho de
diecinueve años. Él había practicado desde niño el amor igualitario contra las
paredes y bajo los puentes. Despreciaba el miedo que advertía en mí. Y me llevó
a Cicero (Illinois), una ciudad que se había ganado a pulso su mala fama, pero
que, por su nombre, a mí me inspiraba confianza. Allí organizó para mí, con
desenvuelta autoridad, una iniciación tan concienzuda como bondadosa. Y es esa
extraña bondad, el cuidado que puso en circunstancias aparentemente tan burdas,
lo que aún siento como una bendición. Como la mueca sardónica, pero cariñosa y
cómplice, de Alfie cuando regresamos al final del Midway y me permitió
invitarle a langosta y ensalada César. Esa noche me levantó sobre sus fornidos
hombros para entrar por la ventana en Burton-Judson Court, bajo un viento que
azotaba y cantaba como sólo ocurre en Chicago. Jamás he vuelto a sentir el
mismo sabor, como a trigo ardiendo en la distancia.
En la ducha, me dio de puñetazos. Yo era ya «un hombre».
No lo era, ni mucho menos. Pero se había desatado un
nudo central, el miedo se había tornado risible. Entonamos a dúo, desafinando
espantosamente, una obscena cancioncilla de guerra. Y a continuación, el sueño,
incluso en aquel dormitorio ruidoso, que apestaba a desinfectante y a tuberías
atascadas, fue una celebración. Puede parecer absurdo, pero el enigma de la
amabilidad, el paciente humor de aquella mujer (Alfie le había dado
instrucciones precisas), trajo a mi memoria, a mi corazón, al personaje de
Feste en Noche de Reyes. «Mas cuando alcancé la edad viril». Viento y
lluvia, como en las palabras de Feste, teníamos en abundancia. Y aquellas
copiosas nevadas en las grandes llanuras que siguen siendo la esencia de la
monótona majestad de Estados Unidos. «Follar no te matará», sentenció Alfie
mientras hacía el clavo, con la cabeza apoyada en el suelo, para fortalecer sus
abdominales. Y en eso, tal vez, sólo tenía razón a medias. Él obtuvo su título.
La deuda, sin embargo, era mía.
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