domingo, 11 de mayo de 2025

George Steiner narra maravillosamente un pasaje de su vida

Al comienzo del capítulo 4 de su libro de memorias Errata, Steiner narra un episodio de su vida de estudiante en la Universidad de Chicago: su amistad con un paracaidista, Alfie, que volvía de la guerra y cómo éste le va a dar lecciones de gramática parda y le servirá de tutor en su iniciación sexual. Excelentemente narrado, destacaría esa leal amistad entre individuos tan diferentes social e intelectualmente y la forma como encara cuestión tan delicada como la iniciación mercenaria en los asuntos del sexo.


Sólo un Philip Roth podría expresar con palabras la electricidad, el resplandor de la vida cotidiana en la Universidad de Chicago a finales de los años cuarenta. Hasta el clima tenía una grandeza teatral. El viento del sur inundaba el aire con el color rojo y el hedor de los mataderos, tornándolo sofocante. Cuando, con una mano rota y los ojos casi sellados, Tony Zale obtuvo el título tras derrotar por K. O. a su rival italo-americano, los compañeros y seguidores de Zale en la siderurgia de White City avivaron y redujeron alternativamente la llama de los altos hornos como muestra de homenaje. Jamás olvidaré el jubiloso resplandor amarillo blancuzco y rojo fuego que se extendió sobre el lago. O esa noche de agosto, cuando, con una temperatura superior a 37º en el momento de ponerse el sol, los megáfonos de la policía del campus anunciaron entre bramidos que podíamos abandonar nuestros sofocantes dormitorios (aún no existía el aire acondicionado) y dormir en el parque. Salimos en cascada al calor de la noche, al aire enloquecido por el canto de los grillos y los rayos de la tormenta eléctrica. A nuestro alrededor, una ciudad que nunca dormía, una ciudad en donde la brutalidad en la política, en el arte, en el jazz, en la música clásica, en la ciencia atómica, en el comercio y las tensiones raciales resultaban palpables y se dejaban sentir como una descarga. Una megalópolis de intensidad pura.

 

Las literas de dos pisos ocupaban casi por completo el espacio de los cubículos-dormitorios donde se apiñaban los veteranos que regresaban al país. El ex paracaidista que habría de ser mi compañero de habitación me miró con absoluta incredulidad. Nunca había visto un ser tan evidentemente mimado, protegido, convencionalmente vestido y cargado de libros como yo. Tras un largo y áspero silencio, me preguntó si yo era «listo». Apostando por mi supervivencia, respondí: «Extraordinariamente». Al oír la palabra esbozó una mueca de disgusto y de asombro. Luego dedujo con laconismo que yo podría serle útil para aprobar sus asignaturas, cuyas listas de lecturas yacían desordenadas sobre la mesa. Más tarde, sin embargo, me enseñó algo que yo jamás sería capaz de conseguir, aunque lo intentase sin descanso durante un millón de años. Alfie se puso en cuclillas, extendió los brazos hacia delante, los tensó y se subió de un salto a la litera de arriba. Ningún Nureyev ha logrado superar para mí el explosivo arco de ese salto que mostraba el absoluto dominio de un paracaidista sobre sus muslos en tensión, sobre el resorte oculto en la zona inferior de su espalda. Me quedé paralizado, a punto de llorar por mi ineptitud y la sencilla belleza de aquel gesto. Nos hicimos amigos.

 

Yo hice cuanto pude por facilitarle sus tareas académicas, por ayudarle a obtener el título que la constitución estadounidense había hecho posible. Él, a su vez, intentó convertirme en un adulto pasable, enseñarme esas artes sencillas que para un privilegiado ratón de biblioteca, para un mandarín judío, resultan las más arduas de aprender. Durante las semanas siguientes, aprendí un poco de póquer serio, escuché el jazz de Dizzy Gillespie en el Beehive, superé mi miedo a las ratas y a los retretes con las puertas rotas. La palabra se esfumó. Si, en la bulliciosa calle 63 o en cualquier lugar de aquel louche, de aquel hervidero racial que era el South Side, alguien se hubiera atrevido siquiera a rozar un solo pelo de mi engreída cabeza, habría de vérselas con la navaja o el golpe de kárate de aquel paracaidista. (Acuclillado sobre el retrete, Alfie había abatido a una rata, rompiéndole la columna con el canto de la mano). Dondequiera que fuésemos en aquella turbulenta ciudad, yo caminaba junto a mi mentor o unos pasos por delante, como un extraño pez piloto a salvo en la estela de su tiburón.

 

Los recuerdos de la carne, especialmente los sexuales, poseen su propia y engañosa retórica. Los episodios reales de epifanía o de trauma son tan difíciles de recordar, de articular con exactitud, como una punzada de dolor. Mi virginidad ofendió a Alfie. Le pareció ostentosa e incluso vagamente perversa en un muchacho de diecinueve años. Él había practicado desde niño el amor igualitario contra las paredes y bajo los puentes. Despreciaba el miedo que advertía en mí. Y me llevó a Cicero (Illinois), una ciudad que se había ganado a pulso su mala fama, pero que, por su nombre, a mí me inspiraba confianza. Allí organizó para mí, con desenvuelta autoridad, una iniciación tan concienzuda como bondadosa. Y es esa extraña bondad, el cuidado que puso en circunstancias aparentemente tan burdas, lo que aún siento como una bendición. Como la mueca sardónica, pero cariñosa y cómplice, de Alfie cuando regresamos al final del Midway y me permitió invitarle a langosta y ensalada César. Esa noche me levantó sobre sus fornidos hombros para entrar por la ventana en Burton-Judson Court, bajo un viento que azotaba y cantaba como sólo ocurre en Chicago. Jamás he vuelto a sentir el mismo sabor, como a trigo ardiendo en la distancia. En la ducha, me dio de puñetazos. Yo era ya «un hombre».

 

No lo era, ni mucho menos. Pero se había desatado un nudo central, el miedo se había tornado risible. Entonamos a dúo, desafinando espantosamente, una obscena cancioncilla de guerra. Y a continuación, el sueño, incluso en aquel dormitorio ruidoso, que apestaba a desinfectante y a tuberías atascadas, fue una celebración. Puede parecer absurdo, pero el enigma de la amabilidad, el paciente humor de aquella mujer (Alfie le había dado instrucciones precisas), trajo a mi memoria, a mi corazón, al personaje de Feste en Noche de Reyes. «Mas cuando alcancé la edad viril». Viento y lluvia, como en las palabras de Feste, teníamos en abundancia. Y aquellas copiosas nevadas en las grandes llanuras que siguen siendo la esencia de la monótona majestad de Estados Unidos. «Follar no te matará», sentenció Alfie mientras hacía el clavo, con la cabeza apoyada en el suelo, para fortalecer sus abdominales. Y en eso, tal vez, sólo tenía razón a medias. Él obtuvo su título. La deuda, sin embargo, era mía.

 

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