A la vuelta de un viaje por tierras extremeñas, en que visito el Monasterio de Yuste, leo las páginas que Pedro Antonio de Alarcón dedicó al mismo asunto -aunque tan diferente: diligencia, caballo, campo a través, ruinas...- hace más de siglo y medio. La capacidad narrativa de Alarcón es prodigiosa. Pero lo que más me llama la atención en este momento es una premonición crítica hacia lo que finalmente ha devenido el turismo de masas, y que copio a continuación:
Dijimos más atrás que el
sueño eterno de Carlos V ha sido turbado también en el Monasterio del Escorial,
y que nosotros mismos no hemos sabido librarnos de la tentación de asistir a una
de las sacrílegas exhibiciones que se han hecho de su momia en estos últimos
años....
Cometimos esta impiedad, o cuando menos esta
irreverencia, en Setiembre de 1872, pocos meses antes de ir a Yuste.—Nos
hallábamos en el fúnebre Real Sitio, descansando del calor y las fatigas de
Madrid, cuando una mañana supimos que había pública exposición del cadáver del
César, a petición de las bellas damas madrileñas que estaban allí de
veraneo.—Era ya la vigésima de estas exposiciones, desde que las inauguró
cierto temerario y famoso prohombre de la situación política creada en 1868.—Nosotros
(lo repetimos) no tuvimos al cabo suficiente valor para rehusarnos la feroz
complacencia de aquella profanación, que de todas maneras había de
verificarse....
Acudimos, pues, al panteón de
los Reyes de España, a la hora de la cita.—¿Y qué vimos allí? ¿Qué vieron las tímidas
jóvenes y los atolondrados niños y los zafios mozuelos que nos precedieron o siguieron
en tan espantoso atentado?— Vieron, y vimos nosotros, la tumba de Carlos V
abierta, y delante de ella, sobre un andamio construido ad hoc, un ataúd, cuya
tapa había sido sustituida por un cristal de todo el tamaño de la caja.
En las primeras exposiciones
no había tal cristal, o si lo había, se levantaba, de cuyas resultas no faltó
quien pasase su mano por la renegrida faz del cadáver.... ¡La pasó el
mencionado prohombre revolucionario, en muestra de familiaridad y
compañerismo!....
A través del cristal vimos la
corpulenta y recia momia del nieto de los Reyes Católicos, de la cabeza a los pies, completamente desnuda,
perfectamente conservada, un poco enjuta, es cierto, pero acusando todas las
formas, de tal manera que, aun sin saber que eran los despojos mortales de
Carlos V, hubiéralos reconocido cualquiera que hubiese visto los retratos que
de él hicieron Ticiano y Pantoja.
La especial contextura de
aquel infatigable guerrero, su alta y amplísima cavidad torácica; sus anchos y
elevados hombros; sus cargadas espaldas; su cráneo característico; su ángulo
facial, típico en la casa de Austria; la depresión de la boca; la prominencia
de la barba por el descompasado avance de las mandíbulas: todo se apreciaba
exactamente, y no en esqueleto, sino vestido de carne y cubierto de una piel
cenicienta, ó, más bien, parda, en que aún se mantenían algunos raros pelos de
pestañas, barbas y cejas y del siempre atusado cabello....
¡Era, sí, el Emperador mismo!
¡Parecía su estatua vaciada en bronce y roída por los siglos, como las que aparecen entre las
cenizas de Pompeya! No infundía asco ni fúnebre pavor, sino veneración y
respeto. Lo que infundía pavor y asco era nuestra impía ferocidad, era nuestra desventurada
época, era aquella escena repugnante, era aquel sacrílego recreo, era la risa
imbécil o el estúpido comentario de tal o cuál señorita o mancebo, que escogía
semejante ocasión para aventurar un conato de chiste....
¡Siquiera nosotros (dicho sea
en nuestro descargo) callábamos y padecíamos, sintiendo al par, y en igual
medida, reverencia hacia lo que veíamos y remordimientos por verlo! ¡Siquiera
nosotros teníamos conciencia de nuestro pecado!
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