martes, 28 de octubre de 2025

Habló el buey y dijo Mu. Un magnífico pasaje de LOS NOVIOS, de Manzoni

 

Terminé de leer Los novios, de Alessandro Manzoni, otra gran novela que no me atrevería a recomendar (como me ocurría con  David Copperfield, de Dickens). De nuevo el motivo es su extensión: hay que tener muchas ganas de leer una obra para meterse en una tarea tan ardua, que te puede llevar semanas concluir. Por otra parte, es una obra datée, que dirían los franceses. Muy de su época. Se tiene que leer sabiendo que estás leyendo un clásico, en este caso un romántico que se ha convertido en clásico, que hace una obra de largo recorrido, donde la anécdota argumental es casi lo menos importante, para, a partir de ahí, recrear de forma magnífica (con una prosa de muchos quilates), la situación de Lombardía hacia 1627 (año de la muerte de Góngora), entonces en poder de España. Manzoni (como luego hará Tolstoi en Guerra y paz) introduce algunos asuntos históricos, que puede ser la parte que peor ha envejecido de la novela. Pero también hace un par de frescos de la hambruna y los disturbios vividos en Milán, y la posterior epidemia de peste, que poco tendrían que envidiarle al mismísimo infierno de Dante. Al mismo tiempo es una novela católica, una epopeya de la Providencia se ha dicho, cosa que resultaba algo a contrapelo en su época (la de Byron o Shelley, por ejemplo, hijos –de alguna forma- de Voltaire,  Rousseau o Diderot; aunque también es la época de Chateaubriand), no digamos ya en nuestros días. Una novela católica donde los personajes más fascinantes son un fraile y un cardenal, mientras que uno de los más deletéreos es asimismo un sacerdote.

Precisamente aquí quería llegar, a los personajes. Porque una de las cosas que más me ha gustado de la novela son sus personajes. No especialmente los protagonistas (Lucía y Renzo), pero sí algunos de los principales (el inefable párroco don Abbondio, o el entrañable capuchino fray Cristóforo, por no hablar del impresionante cardenal y arzobispo de Milán Federigo Borromeo –personaje histórico-, cuya sola presencia consigue convertir al diabólico Innominado, uno de los malvados de la obra) o incluso algunos secundarios que resultan inolvidables, como el erudito Don Ferrante (de cuya biblioteca y lecturas se hace un donoso escrutinio de raigambre cervantina) o el sastre que, juntamente con su mujer, recogen en su casa temporalmente a Lucía, cuando sale del cautiverio del Innominado.  

 

Este sastre, diría yo, personaje en extremo secundario, me parece uno de los mejor perfilados (en cualquier caso, es mi preferido). Así lo presenta Manzoni, después de haber hecho lo mismo con su mujer:

 

“Entra luego, con paso más reposado, pero con una solicitud cordial pintada en la cara, el dueño de la casa. Era, si aún no lo hemos dicho, el sastre del pueblo, y del contorno; un hombre que sabía leer, que había leído, en efecto, más de una vez el Leggendario de los Santos, el Mísero Guerrin y los Reales de Francia, y pasaba, en aquel lugar, por hombre de talento y de ciencia: elogio que sin embargo rechazaba con modestia, diciendo solamente que había errado su vocación; y que ¿si hubiera estudiado, en vez de tantos otros…! Aparte de esto, era el mejor hombre del mundo.”

(ed. Cátedra, p. 478-79)

 

El irónico Manzoni no nos dice que son lecturas propias de un Alonso Quijano, y cada vez que interviene nos lo muestra eligiendo las palabras que –entiende- son más apropiadas para la ocasión.

 

Cuando, tras la mediación del párroco don Abbondio, acogen a Lucía y su madre, y el cardenal –cuya idea fue- viene personalmente a darles las gracias, asistimos a lo siguiente:

 

“A continuación [el cardenal] se volvió a los dueños de la casa, que se adelantaron al instante. Renovó las palabras de agradecimiento que les había transmitido por medio del párroco, y les preguntó si aceptarían albergar por aquellos pocos días a los huéspedes que Dios les había enviado.

- ¡Oh!, sí señor –respondió la mujer, con un tono de voz y con una cara que expresaba mucho más que aquella escueta respuesta, ahogada por la vergüenza. Pero el marido, excitado por la presencia de semejante interrogador, por el deseo de lucirse en una ocasión de tanta importancia, buscaba ansiosamente una bella respuesta. Frunció la frente, atravesó los ojos, apretó los labios, tensó con todas sus fuerzas el arco del intelecto, buscó, hurgó, sintió por dentro un entrechocar de ideas mutiladas y de medias palabras: pero el tiempo apremiaba: el cardenal daba muestras ya de haber interpretado su silencio: el pobre hombre abrió la boca y dijo: -¡Figúrese!- Otra cosa no quiso salirle. Por lo cual no sólo quedó corrido en ese momento; sino que siempre, en lo sucesivo, aquel recuerdo importuno le amargaba el placer del gran honor recibido. Y cuántas veces, volviendo sobre ello, y recreando con el pensamiento aquella circunstancia, acudían a su mente, casi por burla, palabras cualquiera de las cuales habría sido mejor que aquel insulso ¡figúrese! Pero, como dice un antiguo proverbio: el infierno está empedrado de buenas intenciones.

El cardenal partió, diciendo: -Que la bendición del Señor sea sobre esta casa.”

(Cátedra, p. 487)

 

Como decía mi padre en ciertas ocasiones: Habló el buey y dijo Mu.

 

Y dejo ya a Manzoni, pues que ahora estoy con Washington Irving y sus Cuentos de la Alhambra.

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