Terminé de leer Los novios, de Alessandro Manzoni, otra
gran novela que no me atrevería a recomendar (como me ocurría con David
Copperfield, de Dickens). De nuevo el motivo es su extensión: hay que tener
muchas ganas de leer una obra para meterse en una tarea tan ardua, que te puede
llevar semanas concluir. Por otra parte, es una obra datée, que dirían los franceses. Muy de su época. Se tiene que leer
sabiendo que estás leyendo un clásico, en este caso un romántico que se ha
convertido en clásico, que hace una obra de largo recorrido, donde la anécdota
argumental es casi lo menos importante, para, a partir de ahí, recrear de forma
magnífica (con una prosa de muchos quilates), la situación de Lombardía hacia
1627 (año de la muerte de Góngora), entonces en poder de España. Manzoni (como
luego hará Tolstoi en Guerra y paz)
introduce algunos asuntos históricos, que puede ser la parte que peor ha
envejecido de la novela. Pero también hace un par de frescos de la hambruna y
los disturbios vividos en Milán, y la posterior epidemia de peste, que poco
tendrían que envidiarle al mismísimo infierno de Dante. Al mismo tiempo es una
novela católica, una epopeya de la Providencia se ha dicho, cosa que resultaba
algo a contrapelo en su época (la de Byron o Shelley, por ejemplo, hijos –de alguna
forma- de Voltaire, Rousseau o Diderot;
aunque también es la época de Chateaubriand), no digamos ya en nuestros días.
Una novela católica donde los personajes más fascinantes son un fraile y un
cardenal, mientras que uno de los más deletéreos es asimismo un sacerdote.
Precisamente aquí quería
llegar, a los personajes. Porque una de las cosas que más me ha gustado de la
novela son sus personajes. No especialmente los protagonistas (Lucía y Renzo),
pero sí algunos de los principales (el inefable párroco don Abbondio, o el
entrañable capuchino fray Cristóforo, por no hablar del impresionante cardenal
y arzobispo de Milán Federigo Borromeo –personaje histórico-, cuya sola presencia
consigue convertir al diabólico Innominado, uno de los malvados de la obra) o
incluso algunos secundarios que resultan inolvidables, como el erudito Don
Ferrante (de cuya biblioteca y lecturas se hace un donoso escrutinio de
raigambre cervantina) o el sastre que, juntamente con su mujer, recogen en su
casa temporalmente a Lucía, cuando sale del cautiverio del Innominado.
Este sastre, diría yo,
personaje en extremo secundario, me parece uno de los mejor perfilados (en
cualquier caso, es mi preferido). Así lo presenta Manzoni, después de haber
hecho lo mismo con su mujer:
“Entra luego, con paso más
reposado, pero con una solicitud cordial pintada en la cara, el dueño de la casa.
Era, si aún no lo hemos dicho, el sastre del pueblo, y del contorno; un hombre
que sabía leer, que había leído, en efecto, más de una vez el Leggendario de los Santos, el Mísero Guerrin y los Reales de Francia, y pasaba, en aquel
lugar, por hombre de talento y de ciencia: elogio que sin embargo rechazaba con
modestia, diciendo solamente que había errado su vocación; y que ¿si hubiera
estudiado, en vez de tantos otros…! Aparte de esto, era el mejor hombre del
mundo.”
(ed. Cátedra, p. 478-79)
El irónico Manzoni no nos
dice que son lecturas propias de un Alonso Quijano, y cada vez que interviene
nos lo muestra eligiendo las palabras que –entiende- son más apropiadas para la
ocasión.
Cuando, tras la mediación del
párroco don Abbondio, acogen a Lucía y su madre, y el cardenal –cuya idea fue- viene
personalmente a darles las gracias, asistimos a lo siguiente:
“A continuación [el cardenal]
se volvió a los dueños de la casa, que se adelantaron al instante. Renovó las
palabras de agradecimiento que les había transmitido por medio del párroco, y
les preguntó si aceptarían albergar por aquellos pocos días a los huéspedes que
Dios les había enviado.
- ¡Oh!, sí señor –respondió la
mujer, con un tono de voz y con una cara que expresaba mucho más que aquella
escueta respuesta, ahogada por la vergüenza. Pero el marido, excitado por la
presencia de semejante interrogador, por el deseo de lucirse en una ocasión de
tanta importancia, buscaba ansiosamente una bella respuesta. Frunció la frente,
atravesó los ojos, apretó los labios, tensó con todas sus fuerzas el arco del
intelecto, buscó, hurgó, sintió por dentro un entrechocar de ideas mutiladas y
de medias palabras: pero el tiempo apremiaba: el cardenal daba muestras ya de
haber interpretado su silencio: el pobre hombre abrió la boca y dijo:
-¡Figúrese!- Otra cosa no quiso salirle. Por lo cual no sólo quedó corrido en
ese momento; sino que siempre, en lo sucesivo, aquel recuerdo importuno le
amargaba el placer del gran honor recibido. Y cuántas veces, volviendo sobre
ello, y recreando con el pensamiento aquella circunstancia, acudían a su mente,
casi por burla, palabras cualquiera de las cuales habría sido mejor que aquel
insulso ¡figúrese! Pero, como dice un
antiguo proverbio: el infierno está empedrado de buenas intenciones.
El cardenal partió, diciendo:
-Que la bendición del Señor sea sobre esta casa.”
(Cátedra, p. 487)
Como decía mi padre en ciertas
ocasiones: Habló el buey y dijo Mu.
Y dejo ya a Manzoni, pues que
ahora estoy con Washington Irving y sus Cuentos
de la Alhambra.



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