Parecía una broma aquella
declaración de Gil de Biedma, en la contraportada de la edición de Seix-Barral
de Las personas del verbo, cuando
manifestaba: “yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser
poema.” Algo nos recuerda aquella distinción de Oscar Wilde entre el genio que
puso en su vida, dejando sólo su talento para su obra. O la forma en que
Kurosawa, en la película Sueños, nos
muestra como un estudiante de arte, a través de la contemplación de la obra de
van Gogh, ingresa en su universo pictórico.
Pero no era una broma.
Cuántas veces querríamos introducirnos en las obras de arte que frecuentamos
(una música, una novela, un cuadro). Querríamos quedarnos siempre allí y no
volver a la cotidianeidad, a eso que se llama la vida normal.
Recientemente me pasó en el
Hospital de San Juan, en Brujas, viendo las pinturas de Hans Memling,
especialmente su maravilloso tríptico de San Juan Bautista y San Juan
Evangelista. Llevaba un buen rato mirando la pintura, sin poder separarme de
ella. Llamé a mi esposa para compartir observaciones sobre el cuadro. Me
asombraba, sobre todo, la serenidad del evangelista en Patmos, que contempla
todo el despliegue turbulento de su Apocalipsis (con los cuatro jinetes, la
bestia de 7 cabezas, los fuegos y lluvia de estrellas) impasible, sin la mínima
alteración. De allí pasé a otro cuadro pequeño, el díptico de Martin van
Nieuwenhove, y estaba sorprendido ante la piedad de ese joven donante (de 23
años) que se quería retratar junto a la Virgen. También percibía un espejo al
fondo que refleja una escena de fuera del cuadro (como el del matrimonio
Arnolfini, de van Eyck), cuando se me acercó la guardiana de la sala, me
ponderó la belleza del cuadro y el maravilloso uso de los pequeños detalles,
como el de ese espejo. Luego me comentó que el traje negro que usa el
protagonista de otro retrato cercano es indicativo de su riqueza, porque teñir
las vestiduras de ese color era sumamente caro. Me dijo (nos dijo, pues que en
ese momento mi esposa estaba junto a mí) que habitualmente la gente iba a los
museos con mucha prisa, y que no se detenían a contemplar las maravillas que
tenían delante. Discretamente se retiró, y vi que, a diferencia del personal de
sala habitual (que se aburre lo indecible ante los cuadros), ella seguía
interesándose por eso que veía todos los días.
Seguimos la visita y nos
detuvimos ante una obra contemporánea enigmática y poderosa (Reclining Arcangelo II, de Berlinde De
Bruyckere). Entonces de nuevo se acercó la guardiana y nos explicó algo de su
misterio y de lo que había pretendido su autora con esta obra hecha
expresamente para el museo con ocasión de la pandemia, así como también nos
comentó otra obra bastante sorprendente que habíamos visto al principio de la
visita, una de la artista australiana Patricia Piccinini, en que una mujer
acoge con notable compasión a una enorme cerda enferma y dolorida.
También nos sugirió subir al
piso superior para ver la altura del techo del antiguo hospital, donde en el
pasado había un sistema de ventilación dedicada a airear el hospital y eliminar
las miasmas de la enfermedad.
Cuando visitamos, como
turistas, ciudades del extranjero, suelo echar de menos muy frecuentemente un
par de cosas: conocer los interiores de esas ciudades que de forma tan externa
contemplamos, y tener comunicación real con alguno de sus habitantes (más allá
de la mínima comunicación con el hospedero, el camarero o el personal de la
oficina de turismo). En este caso, la guardiana fue una presencia angélica que
vino a darnos algo de calor humano y comunicativo.
Nunca sabré su nombre, pero
los ángeles no suelen tener nombres.
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