viernes, 21 de marzo de 2025

Una presencia angélica

 


Parecía una broma aquella declaración de Gil de Biedma, en la contraportada de la edición de Seix-Barral de Las personas del verbo, cuando manifestaba: “yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema.” Algo nos recuerda aquella distinción de Oscar Wilde entre el genio que puso en su vida, dejando sólo su talento para su obra. O la forma en que Kurosawa, en la película Sueños, nos muestra como un estudiante de arte, a través de la contemplación de la obra de van Gogh, ingresa en su universo pictórico.

 

Pero no era una broma. Cuántas veces querríamos introducirnos en las obras de arte que frecuentamos (una música, una novela, un cuadro). Querríamos quedarnos siempre allí y no volver a la cotidianeidad, a eso que se llama la vida normal.

 

Recientemente me pasó en el Hospital de San Juan, en Brujas, viendo las pinturas de Hans Memling, especialmente su maravilloso tríptico de San Juan Bautista y San Juan Evangelista. Llevaba un buen rato mirando la pintura, sin poder separarme de ella. Llamé a mi esposa para compartir observaciones sobre el cuadro. Me asombraba, sobre todo, la serenidad del evangelista en Patmos, que contempla todo el despliegue turbulento de su Apocalipsis (con los cuatro jinetes, la bestia de 7 cabezas, los fuegos y lluvia de estrellas) impasible, sin la mínima alteración. De allí pasé a otro cuadro pequeño, el díptico de Martin van Nieuwenhove, y estaba sorprendido ante la piedad de ese joven donante (de 23 años) que se quería retratar junto a la Virgen. También percibía un espejo al fondo que refleja una escena de fuera del cuadro (como el del matrimonio Arnolfini, de van Eyck), cuando se me acercó la guardiana de la sala, me ponderó la belleza del cuadro y el maravilloso uso de los pequeños detalles, como el de ese espejo. Luego me comentó que el traje negro que usa el protagonista de otro retrato cercano es indicativo de su riqueza, porque teñir las vestiduras de ese color era sumamente caro. Me dijo (nos dijo, pues que en ese momento mi esposa estaba junto a mí) que habitualmente la gente iba a los museos con mucha prisa, y que no se detenían a contemplar las maravillas que tenían delante. Discretamente se retiró, y vi que, a diferencia del personal de sala habitual (que se aburre lo indecible ante los cuadros), ella seguía interesándose por eso que veía todos los días.

 

Seguimos la visita y nos detuvimos ante una obra contemporánea enigmática y poderosa (Reclining Arcangelo II, de Berlinde De Bruyckere). Entonces de nuevo se acercó la guardiana y nos explicó algo de su misterio y de lo que había pretendido su autora con esta obra hecha expresamente para el museo con ocasión de la pandemia, así como también nos comentó otra obra bastante sorprendente que habíamos visto al principio de la visita, una de la artista australiana Patricia Piccinini, en que una mujer acoge con notable compasión a una enorme cerda enferma y dolorida.

 

También nos sugirió subir al piso superior para ver la altura del techo del antiguo hospital, donde en el pasado había un sistema de ventilación dedicada a airear el hospital y eliminar las miasmas de la enfermedad.

 

Cuando visitamos, como turistas, ciudades del extranjero, suelo echar de menos muy frecuentemente un par de cosas: conocer los interiores de esas ciudades que de forma tan externa contemplamos, y tener comunicación real con alguno de sus habitantes (más allá de la mínima comunicación con el hospedero, el camarero o el personal de la oficina de turismo). En este caso, la guardiana fue una presencia angélica que vino a darnos algo de calor humano y comunicativo.

 

Nunca sabré su nombre, pero los ángeles no suelen tener nombres.

 



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