miércoles, 12 de febrero de 2025

La música que debo al cine

 

Estos días en que escucho algo de música, movido por algunas lecturas de historia o crítica musical, se me hace claro que hay muchas formas de llegar a la música, sea a través de la educación, los amigos o familia, determinados hábitos… pero hoy quería centrar mis recuerdos en una de ellas muy particular: cómo se llega a ciertas piezas musicales a través del cine. Ya no me refiero a las aportaciones de músicos como Nino Rota o Georges Delerue en sus bandas sonoras, sino a cómo determinadas películas ponen de relieve, sea como música de fondo o de manera diegética, argumental, ciertas melodías que pertenecen a lo más granado de la tradición musical, y a las que llegamos a través, precisamente, de esos filmes.

        

La música nos mueve al sentimiento y, por ello, mi aproximación, hoy, va a ser un tanto sentimental. Es decir, no va a ser completa ni minuciosa, sino perfectamente aleatoria: lo que hoy me trae el recuerdo.

 

Por ejemplo, y para ir a uno de esos últimos descubrimientos: el andantino de la Sonata para piano 959, de Franz Schubert, que se impone como una presencia constante en el filme de Nury Bilge Ceylan Wintersleep (Sueño de invierno). Tras la maravillada contemplación del filme me fui en busca de esa melodía que como martinete mortuorio nos golpea una y otra vez en su discurrir, y me topé con Schubert. Probablemente ya la había escuchado y la conocía (pues en casa tenía el CD con la versión de Pollini), pero la manera en que me la dio el filme fue única y ya para siempre.

 

Otro tema que me vino de una película fue “La muerte de Ase”, del Peer Gynt, de Grieg. Esta la oí por primera vez en una adaptación peruana de Crimen y castigo, Sin compasión, de Francisco J. Lombardi. Desde entonces decenas de veces y siempre con agradecimiento a los creadores del filme.

 

Woody Allen, en Hannah y sus hermanas, me descubrió el soberbio adagio del Concierto para piano nº 5, de Bach. En otra película (el final de Otra mujer) no me ha descubierto, pero sí le ha dado un profundo relieve a la maravillosa Gymnopédie nº 1, de Erik Satie (con la que, por cierto, también cierra Louis Malle Mi cena con André).

 

En La naranja mecánica descubrí a Henry Purcell (desde entonces uno de mis compositores favoritos) y su Música para el funeral de la reina Mary.

 

¿O cómo olvidar la manera en que Memorias de África nos regaló el Concierto para clarinete, de Mozart?


Estas son las que hoy me trae el recuerdo. Mi negativa a ver cine comercial hizo que “Por una cabeza” de Carlos Gardel me viniera, en versión para violín, de un concierto de Jacobo Christensen. Luego supe que la había puesto de moda una película en que intervenía Al Pacino: Perfume de mujer.

 

Como decía, estas son las que hoy me trae el recuerdo. No querría pasar a las que proceden de escritores, que son muchas, pero tampoco me puedo resistir a consignar dos. A Aldous Huxley, a quien tanto le debo, le debo haberme puesto en el camino del “Benedictus” de la Missa Solemnis, de Beethoven, que luego utilizaría en mi boda, durante la eucaristía, y también de los últimos cuartetos del genio de Bonn. A Georges Steiner le debo haberme descubierto el adagio (otra vez un adagio) del Quinteto para cuerdas en do mayor, de Schubert, en la versión del Cuarteto Vegh y Pablo Casals. Música para morir.

 

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