En su libro Qué hacer con un pasado sucio, José
Álvarez Junco, en la dedicatoria inicial a sus nietos, les insta a ser justos, pero no justicieros.
El libro trata sobre nuestra
historia reciente: los siglos XX y XXI, con la República, la Guerra civil, la dictadura
de Franco y la Transición. Hacia el final del libro dedica bastantes páginas a
la llamada Memoria histórica (casi una contradicción en los términos, como
explica el autor), a los Actos conmemorativos y la Justicia transicional
(aquella que trata de cómo pasar de un sistema violento y cruel a una
convivencia democrática).
En un momento dado cita un
pasaje que me parece luminoso y me trae algunos recuerdos:
“David Rieff, historiador y
politólogo estadounidense, ha observado que el recuerdo sobre conflictos
despiadados puede servir a tres objetivos: la verdad, la justicia (o
reparación) y la paz (o convivencia). Cada uno de ellos es virtuoso o
defendible en sí mismo, pero resulta difícil, y hasta imposible, combinar o
satisfacer los tres a la vez. Y de ningún modo debemos dar por supuesto que los
imperativos de hacer justicia o establecer la verdad sean preferibles a la
búsqueda de la paz. Por el contrario, el lugar prioritario corresponde a esta
última: lograr establecer una convivencia pacífica y digna entre los ciudadanos
actuales. El logro de un modus vivendi
que sirva de base para una futura convivencia pacífica puede exigir sacrificar
algo de justicia y mucho de verdad (es decir, de memoria) sobre lo ocurrido.
Por el contrario, empeñarse en recordar y en impartir justicia puede ser
perjudicial para la paz. En cuyo caso, el olvido no tiene por qué ser condenado
como una catástrofe moral: al revés, puede ser incluso recomendable. La memoria
sólo es aconsejable si sirve a la resolución y no a la perpetuación del
conflicto.” (p. 171)
Me trae a la memoria un curso
al que asistí, en julio de 1997, dentro de los cursos de verano del Escorial,
denominado “Cuba a la luz de otras transiciones”, dirigido por Marifeli
Pérez-Stable. Allí se discutía (hoy podemos pensar con qué ingenuidad) la
posible salida del castrismo y el paso a una sociedad democrática en Cuba.
Recuerdo que la idea que más me impactó fue la siguiente que expuso un
participante: un cierto grado de impunidad
es necesario para salir de un régimen de opresión y establecer una sociedad libre y democrática.
No se pueden vengar eternamente los crímenes cometidos, porque entonces las
víctimas se pueden convertir en victimarios y así ad nauseam. Hay un momento en que hay que perdonar y olvidar.
Como exiliado (y víctima, por
tanto) de la Cuba castrista me resultaba duro aceptar esas palabras, y por ello
me removieron mucho interiormente. Pero tras rumiar la idea un par de días
llegué al convencimiento de su justeza: así debía ser, hay que parar la máquina
de la venganza en algún momento, so pena de remover la sangre generación tras
generación.
Lo curioso es que esta idea
es la que se desprende de una lectura atenta de Las Euménides, la conclusión de la trilogía de la Orestíada, de Esquilo. Esto ya lo
proponían los griegos del siglo V antes de Cristo. ¡Qué sabios eran! ¡Y qué
ignorantes muchos de nuestros contemporáneos!
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