Leyendo uno de los ensayos
del El defensor, de Pedro Salinas
(acabo de regalar una copia del libro y quiero refrescarlo) me encuentro con un
pasaje luminoso (como que pertenece a un fragmento intitulado La luz) que me trae algunos recuerdos
personales. Salinas reflexiona sobre muchos aspectos de la lectura y ahora se
detiene a considerar los espacios en que se lleva a cabo para llegar a lo que
considera el ámbito de lectura idóneo. Lo que él comenta me lleva al recuerdo y
al pasado. Me pongo a reflexionar yo mismo sobre mis diversos ámbitos de
lectura a lo largo de mi vida y encuentro lo siguiente: por más que he
frecuentado bibliotecas no son para mí un ámbito de lectura adecuado. La primera
vez que entré en la biblioteca histórica de la universidad de Valencia (la de
la calle de la Nave) y se me entregó el libro solicitado estuve como diez
minutos sin poder leer una línea: tanta era la gravitación de polvo, pasado y
saber que me embargaba. En otros recintos (en la de la Universidad Simón
Bolívar de Caracas o en la de la Universidad de Edimburgo, por ejemplo) siempre
la cantidad conspira contra la lectura: me pongo a hojear todo lo que podría
leer y no leo apenas nada. Me sirven para sacar libros y llevarlos a mi espacio
personal.
Pero ese espacio personal
casi siempre ha sido conflictivo. En casa de mis padres, cuando estudiaba la
carrera, solía leer en mi habitación sobre la cama, como actualmente, pues que
mi hijo ocupa la sala con los dibujos animados de la tele (nunca he sido
entusiasta de la lectura en el lecho). En otras viviendas he podido leer en
sofás, más o menos cómodamente, incluso con un gato entre mis brazos. Pero el
mejor lugar que recuerdo fue, durante poco más de un año, en el primer
apartamento alquilado que tuve. Allí tenía un sillón circular situado debajo de
la ventana, con una lámpara a su lado. De manera que durante el día, con luz
natural, o de noche, con artificial, podía entregarme a la lectura en plenitud.
Circunstancias de la vida han impedido que vuelva a tener un espacio tan
privilegiado; por eso hoy al leer a Salinas lo he recordado con deleite y me he
puesto a escribir estas líneas.
Dejo el texto de Salinas para el final, como un buen postre para saborear a conciencia.
Hay un momento de sin igual
godeo para muchos de nosotros. Es cuando el cuerpo se asienta a placer, acogido
sin impertinentes apretujos, holgadamente, por unos brazos de sillón, y una
simple presión del dedo despierta el milagro preciso de la luz de su invisible
sueño cristalino, para que a su calor florezca, o se abra, esa flor -centenares
de pétalos- la imperecedera, el libro. Cuando se ve al lector inscrito, en ese
cono de luz que la pantalla determina, siempre se me aparece, allí ante los
ojos, con evidencia innegable, el ámbito de la lectura: ahora ha cobrado forma
material para los ojos, porque es un espacio visual, un área perfectamente
definida del resto del cuarto en sombra. Esa otra parte de la habitación vale
ahora por el espacio general, indiferenciado; pero el recinto de la lectura
queda señalado, con precisos términos, consagrado de claridad, designado para
la actividad exquisita que va a empezar, escenario intangible en el cual se
iniciará dentro de un instante el gran concierto de las acordadas palabras, el
que ejecuta, la eterna "musicienne du silence".
¿Quién va a negar ahora, si
lo tiene delante, la existencia de ese ámbito del lector? Se dirá que la
lectura puede hacerse lo mismo sin él. ¿Pero no significa nada que el lector
que nos figuramos, al disponerse a la lectura, apaga, de cien veces noventa y
cinco, la luz de techo, la que iluminaría la habitación entera? Como hay gente
para todo, bromistas y serios, uno de estos últimos, con la mayor seriedad,
claro, me explicaría ese acto como legítimo deseo de ahorrarse fluido y
dineros. Pero yo lo veo como una retirada, aun dentro de la intimidad de la
casa del lector, a una zona más íntima, como un acto de recogimiento, simbólicamente
expresado en ir a encerrarse, por decirlo así, en su luz. Y, parejamente, si
nos imaginamos que llega un visitante no esperado, y el lector se apresura a
devolver al cuarto entero su luz total, ¿es que no se nos hará como que sale,
de donde estaba, mundo del libro, orbe de la lectura, para regresar al espacio
de todos y la vida común?
Porque esa luz, es creadora,
asimismo de soledad. Alumbra sólo a uno, y en ella, puede recibir, por lo
soledoso, el enamorado lector, a la esperada, amada lectura que le ha
aguardado, hasta que vino a despertarle, como una bella durmiente, tendida en su lecho de apretados renglones.
(Pedro Salinas: “Defensa de
la lectura”, en El defensor)