martes, 23 de enero de 2024

Mi música es para esta gente - Beethoven, Daniel Moyano y Félix Grande

 

La reunión de algunos viejos profesores con Rubén, antiguo alumno nuestro y, ahora, pianista y director de orquesta, resultó agradable en extremo. Se habló de muchas cosas y mucho también de música. Rubén, entre otras cosas, nos recomendó una excelente película, Eroica, sobre la tercera sinfonía de Beethoven, producción de la BBC, dirigida por Simon Cellan Jones, y con la música interpretada por John Eliot Gardiner y su Orquesta Revolucionaria y Romántica. La película dramatiza la primera interpretación de esa sinfonía en el palacio de su mecenas, el Príncipe Lobkowitz, y en presencia de sus nobles invitados.

 

Entre el minuto 44 y 45 hay una escena en que se ve fugazmente a las cocineras del palacio que, mientras preparan la comida, escuchan atentas esa música que parece comunicarles  algún extraño tipo de redención. Ese momento me conmovió, y me trajo a la memoria un texto leído hace muchísimos años, pero que perdura siempre en mi recuerdo.

 

En el epílogo de su libro de ensayos Mi música es para esta gente, que comparte título con el libro, Félix Grande nos cuenta un episodio de la vida de Beethoven que a su vez le fue contado por Daniel Moyano, gran fabulador, autor de un libro de cuentos también llamado de la misma forma.

 

Lo relata así: “Moyano me informó que en la Biblioteca del Conservatorio de París se cuida el manuscrito de la Appasionata, y de que las hojas tienen huellas de lluvia, que por momentos simulan ser obra de algunas lágrimas lejanas (…) Tengo la casi certidumbre de que la historia que Moyano relata a partir de ese manuscrito de Beethoven, cicatrizado por la lluvia -y la gloria-, es apócrifa, fabulosa. (…) Moyano dice saber que Beethoven componía su Appassionata en la mansión de un protector, un noble, Beethoven escucha un vocerío de multitud, lo escucha muy remotamente (ya está avanzado el proceso de su sordera). Sale del cuarto que preside un piano y ve a su protector mirando hacia la plaza a través de los visillos y del cristal de una ventana. Abajo, entre la lluvia, hay una manifestación de hombres, mujeres y niños. Exigen condiciones de trabajo menos indecentes y elevación de los salarios (recordamos que en esa época las fábricas textiles quemaban dieciséis horas diarias de las vidas de sus obreros, que empleaban y extenuaban a mujeres debilitadas y a niños de diez años con sueldos nauseabundos); los obreros, además, muestran su cólera contra ese protector de Beethoven, que es dueño de las fábricas textiles de donde proceden esa afrenta, esa protesta, esos primordiales huelguistas. Ese noble señor pedirá al músico que mire a la molesta multitud, mojada por el chaparrón que suena monótono en la pizarra y los cristales; con desprecio irritado, dirá que esa gente está loca, que si se les concede lo que piden la fábrica cerrará arruinada y los manifestantes morirán entonces de hambre, que esta gente es desagradecida, enojosa, disparatada, demasiado vehemente, subversiva y desde luego acreedora de ejemplar escarmiento, vea usted qué gente, Beethoven; vea, maestro, qué espectáculo bochornoso… Beethoven escucha, también remotamente, esas frases de irritación y de fastidio, mira los rostros de ahí abajo, obstruidos por las matas de pelo mojadas por la lluvia, entra en su cuarto de trabajo, toma bajo el brazo sus partituras, quemándole en los pies ya los minutos, y antes de cerrar de un portazo y salir habrá dicho a su protector con minuciosa y desapacible concisión: ¡Mi música es para esta gente! Y no volverá nunca. El resto se arma solo: Beethoven, con unos papeles bajo el brazo, caminando en la lluvia por la ciudad textil, rezongando, gruñendo, hosco, inmortal.”

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