La reunión de algunos viejos
profesores con Rubén, antiguo alumno nuestro y, ahora, pianista y director de
orquesta, resultó agradable en extremo. Se habló de muchas cosas y mucho
también de música. Rubén, entre otras cosas, nos recomendó una excelente película,
Eroica, sobre la tercera sinfonía de
Beethoven, producción de la BBC, dirigida por Simon Cellan Jones, y con la
música interpretada por John Eliot Gardiner y su Orquesta Revolucionaria y
Romántica. La película dramatiza la primera interpretación de esa sinfonía en
el palacio de su mecenas, el Príncipe Lobkowitz, y en presencia de sus nobles
invitados.
Entre el minuto 44 y 45 hay
una escena en que se ve fugazmente a las cocineras del palacio que, mientras
preparan la comida, escuchan atentas esa música que parece comunicarles algún extraño tipo de redención. Ese momento
me conmovió, y me trajo a la memoria un texto leído hace muchísimos años, pero
que perdura siempre en mi recuerdo.
En el epílogo de su libro de
ensayos Mi música es para esta gente,
que comparte título con el libro, Félix Grande nos cuenta un episodio de la
vida de Beethoven que a su vez le fue contado por Daniel Moyano, gran
fabulador, autor de un libro de cuentos también llamado de la misma forma.
Lo relata así: “Moyano me
informó que en la Biblioteca del Conservatorio de París se cuida el manuscrito
de la Appasionata, y de que las hojas
tienen huellas de lluvia, que por momentos simulan ser obra de algunas lágrimas
lejanas (…) Tengo la casi certidumbre de que la historia que Moyano relata a
partir de ese manuscrito de Beethoven, cicatrizado por la lluvia -y la gloria-,
es apócrifa, fabulosa. (…) Moyano dice saber que Beethoven componía su Appassionata en la mansión de un
protector, un noble, Beethoven escucha un vocerío de multitud, lo escucha muy
remotamente (ya está avanzado el proceso de su sordera). Sale del cuarto que
preside un piano y ve a su protector mirando hacia la plaza a través de los
visillos y del cristal de una ventana. Abajo, entre la lluvia, hay una
manifestación de hombres, mujeres y niños. Exigen condiciones de trabajo menos
indecentes y elevación de los salarios (recordamos que en esa época las
fábricas textiles quemaban dieciséis horas diarias de las vidas de sus obreros,
que empleaban y extenuaban a mujeres debilitadas y a niños de diez años con
sueldos nauseabundos); los obreros, además, muestran su cólera contra ese
protector de Beethoven, que es dueño de las fábricas textiles de donde proceden
esa afrenta, esa protesta, esos primordiales huelguistas. Ese noble señor
pedirá al músico que mire a la molesta multitud, mojada por el chaparrón que
suena monótono en la pizarra y los cristales; con desprecio irritado, dirá que
esa gente está loca, que si se les concede lo que piden la fábrica cerrará
arruinada y los manifestantes morirán entonces de hambre, que esta gente es
desagradecida, enojosa, disparatada, demasiado vehemente, subversiva y desde
luego acreedora de ejemplar escarmiento, vea usted qué gente, Beethoven; vea,
maestro, qué espectáculo bochornoso… Beethoven escucha, también remotamente,
esas frases de irritación y de fastidio, mira los rostros de ahí abajo,
obstruidos por las matas de pelo mojadas por la lluvia, entra en su cuarto de
trabajo, toma bajo el brazo sus partituras, quemándole en los pies ya los
minutos, y antes de cerrar de un portazo y salir habrá dicho a su protector con
minuciosa y desapacible concisión: ¡Mi
música es para esta gente! Y no volverá nunca. El resto se arma solo:
Beethoven, con unos papeles bajo el brazo, caminando en la lluvia por la ciudad
textil, rezongando, gruñendo, hosco, inmortal.”
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