En un reciente viaje por
Italia, el amigo Javier me cuenta que en la Academia Carrara de Bérgamo se
encontró con un par de cuadros más que interesantes: un retrato del Aretino
hecho por Ticiano, y un encuentro de Montaigne con Tasso en la celda adonde le condujo
su locura. Y es que para nosotros el hallazgo de un cuadro, de una película o
un texto literario valiosos constituye siempre una circunstancia encomiable.
Esto me trae a la memoria
algunos de los descubrimientos personales hechos en museos no de los más
conocidos. Por ejemplo, en el de Bellas Artes de Burdeos descubrí el cuadro de
Henri Gervex Rolla, que es una
pintura que me subyuga. Pero de la que hoy quiero hablar es de otra, que me
causó profunda impresión cuando visité, ya hace un montón de años, la Wallace
Collection londinense.
Vemos a una joven que toca su
clavecín y a un maestro ya entrado en años (aunque remozadamente vestido) que
se inclina hacia ella señalando algo con su dedo índice. La soledad de ambos, y
la mirada ligeramente lasciva del maestro, me hacían pensar en un trasfondo erótico
que invadía la apacible escena, máxime cuando aparecía una llave colgada de la pared
entre ellos (símbolo fálico, me decía el freudiano que había en mí por esa
época) y un cuadro encima de temática amorosa (con Venus y Cupido, e incluso se
percibe detrás una especie de gigante mayor asombrado).
Aquí la señora, que debía hacer de carabina, se ha quedado dormida, lo que aprovecha el maestro para dar un beso en la espalda (esa espalda que sugiere una nalga) de la discípula. La idea que rondaba mi pensamiento aquí no puede ser más explícita, de manera que podría llamar, para mis adentros, a esta pintura Quod erat demostrandum.
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