Leo Historia de una tertulia, de Antonio Díaz-Cañabate, con placer y
regocijo. Esa tertulia de la postguerra (primeros años 40) que, liderada por José María Cossío, aglutinaba a su
alrededor, en el café Lyon d´Or, a Eugenio d´Ors, Emilio García Gómez, Ignacio
Zuloaga, el propio Cañabate, Edgar Neville, Gerardo Diego y a numerosos intelectuales,
artistas y toreros.
En la tertulia, donde se
excluía la temática política y la crítica sañuda, se hablaba de lo divino y lo
humano, mucho de toros (Cossío redactaba entonces su enciclopedia Los toros), pero especialmente se
contaban anécdotas. Traeré algunas a este blog.
Por ejemplo, esta de Sebastián
Miranda, el escultor, que narra una anécdota de Valle-Inclán en relación con Miguel Primo de Rivera:
“Era por el año 1924 y yo me
reunía todos los días con Belmonte, Valle-Inclán, Pérez de Ayala y otros más
para ir a cenar por ahí. Una noche resolvimos ir al restaurante del Frontón.
Por el camino se habló del general Primo de Rivera, y Valle-Inclán, con aquellas
sus cosas, dijo: “Tengo ganas de encontrármelo un día por ahí, para llamarle
fantoche; así iré a la cárcel. Me encantaría ir a la cárcel.” Ninguno le dimos
importancia a las palabras de don Ramón, y llegamos al Frontón; el comedor
estaba lleno; había sólo una mesa vacía; nos dirigimos a ella, y observo que en
la frontera estaba comiendo el general Primo de Rivera con otros amigos. Me
espanté: le creía a Valle muy capaz de realizar lo que pocos minutos antes nos
había anunciado, y me dije: “¡Vaya, hoy vamos todos a la cárcel porque Valle le
llama fantoche al dictador y no sólo él, sino todos sus acompañantes, vamos a
la cárcel!” Quise alegar que la mesa estaba en mal sitio y que debíamos irnos a
otro restaurante, pero Valle exclamó: ¡De ninguna manera! No siempre se va
usted a salir con la suya. Aquí, en esta mesa, estamos muy bien.” No me cupo
duda. Aquella noche dormíamos todos en la cárcel, y más muerto que vivo me
senté a cenar. Don Ramón dijo que no tenía gana; pidió un caldo, encendió un
pitillo de boquilla dorada y se puso a fumar muy despacio y, contra su
costumbre, sin hablar una palabra. Empezamos a cenar; yo apenas probé bocado. A
la media hora, Primo de Rivera se levantó y se fue. Yo respiré, y cuando
terminamos de tomar café y salimos a la calle, le dije a Valle: “Bueno, yo
creía que esta noche dormiría usted en la cárcel, porque mejor ocasión de haber
hecho lo que nos anunció antes, difícilmente se le presentará.”
- No, hoy no; había poco
público. ¡Si hubiera sido en el Real!”
(págs.
239-240)
Lo que nos demuestra que
Valle-Inclán era humano: podía sentir miedo, pero nunca le faltaba la respuesta
oportuna.
O esta otra, del autor del
libro, en que narra un encuentro entre Pío
Baroja y Rafael “el Gallo”. Me
recuerda un episodio de la vida de Lola Flores, cuando, ya de mayor, Hacienda
la procesó por deber una suma considerable al erario público. Lola propuso
entonces que cada español diera una peseta para poder sufragar su deuda y verse
libre del proceso judicial. ¿Es que no era ella La Lola de España? Pues bien,
ambas historias podrían recogerse en un artículo que se llamara: “Cuando los
gitanos asesoran al Ministerio de Hacienda o el arbitrismo extravagante.”
“Salimos al jardín. Funciona
la Leica de [Sebastián] Miranda, y se
emparejan ante el objetivo el torero que nunca leyó al novelista y el novelista
que jamás va a los toros. Nos sentamos en un banco.
- Pues aquí tiene usted,
Baroja, a Gallito –informa Sebastián-, que este año habrá ganado alrededor de
las ochocientas mil pesetas.
Pese a lo evidentemente
desproporcionado de la cantidad, el torero no la rectifica, sino que comenta:
- Sí, pero más de la mitad se
ha quedado en el camino.
- ¿Y en cuánto tiempo ha
ganado usted esas pesetas? –pregunta Baroja.
- En ocho meses.
- No está mal, no está mal.
- Usted, don Pío, no gana
tanto con sus libros, ¿verdad? –inquiere Miranda.
Don Pío sonríe.
- No, no, desde luego.
Y la conversación se enzarza
sobre las ganancias de los artistas. Gallito se declara partidario de que el
Estado debería sostener a los artistas con toda magnificencia.
- O si no –aclara-, que cada
español diera una peseta al año, y que esos veinticuatro millones se
repartieran entre los artistas.
Don Pío sonríe.
- No estaría mal.
(pág.
218)
Cito, para terminar, un par
de anécdotas contadas por Eugenio d´Ors.
En ellas (no podía ser de otra forma), entre el relato y la risa, se solicita
siempre la comparecencia de la inteligencia.
“Yo tengo un libro de cocina,
que he de buscar entre mis libros recuperados; éste sí que me interesa
encontrarle. Es el libro de un tal Rey, un andaluz, cocinero en Londres muchos
años, que escribió un voluminoso tomo, en el que trata temas culinarios y
gastronómicos estupendos. Por ejemplo, decía: “De cómo debe ser una comida
celebrada en una jaula de leones.” Y especificaba que los comensales no debían
mirar nunca a los leones ni a los barrotes.” (pág.
46)
“¿Ustedes saben la respuesta
de aquel habitante de una ciudad pequeña, con una gran catedral histórica, a la
pregunta del forastero de dónde se encuentra el magnífico templo? Pues es
soberbia: Le dice: “Mire usted; tuerce usted por esa calle, luego a la
izquierda, luego a la derecha; se encontrará usted con una plaza; allí hay un
estanco; pues bien, enfrente está la Catedral.” (pág.
253)
(Manejo la edición de Selecciones de Austral, con prólogo de Francisco Umbral, Espasa-Calpe, 1978)
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