Casi
se ha convertido en expresión proverbial de nuestra lengua denominar a Pérez
Galdós como “Don Benito el Garbancero”. El responsable de tal fechoría (pues
fechoría es) no es otro que el ínclito Don Ramón María del Valle-Inclán, “eximio
escritor y extravagante ciudadano” al decir del dictador Primo de Rivera, cuya
caracterización se ha convertido a su vez en otra casi expresión proverbial de
nuestra lengua.
En
efecto, en la escena 4 de Luces de bohemia, se produce un encuentro,
en una buñolería que apesta a aceite, entre Max Estrella y los epígonos
modernistas. En un momento dado los jóvenes manifiestan lo siguiente:
CLARINITO.- Maestro,
nosotros los jóvenes impondremos la candidatura de usted para un sillón de la
Academia. |
DORIO DE
GADEX.- Precisamente ahora está vacante el sillón de Don Benito el
Garbancero. |
Y aquí se origina esa
conocidísima expresión, como otras de la obra: “cráneo privilegiado”, “el
esperpentismo lo ha inventado Goya”, etc.
Por qué ese desafecto de Valle
hacia nuestro impar novelista (a quien tanto debe). José Ferrater Mora lo
explica muy bien cuando, en El mundo del escritor, llama la atención sobre la tendencia a los extremos y contrastes
en el mundo valle-inclanesco, y el rechazo de la medianía:
“A poco de adentrarnos en ese abigarrado mundo podemos
prever casi todas las valoraciones (y desvaloraciones) de Valle-Inclán: si
alguien va suntuosamente arropado, está muy bien, y si va cubierto de harapos,
lo mismo (aunque tal vez un poco menos); pero si lleva ropa modesta y limpia
empieza a resultar sospechoso. Si alguien peca y se arrepiente (o, lo que es
aún mejor, ambas cosas a un tiempo), albricias, pero si no hace ni lo uno ni lo
otro, ¿qué puede hacer que merezca siquiera la pena hablar de ello? La extremada
cortesía, bien; y la brutal violación también, pero la simple urbanidad y el
mero respeto son, como dicen en los Estados Unidos de Norteamérica, “un no-no”.
Todo lo positivo aparece como
contraste -exactamente opuesto a la mediocridad, la cual no se puede llamar
“áurea”, porque es más bien plúmbea-. En todo lo positivo hay una mescolanza de
lo supremo con lo ínfimo, de lo delicado con lo violento, de lo religioso con
lo profano. Los contrastes abundan: para refrescar una noche de pecado,
preferentemente incestuoso, nada mejor que una misa al rayar el alba; de la
cama (¿o habría que decir de la otomana?) al altar no hay más que un paso. Si
no hay mujeres, rezaremos el rosario. Las princesas tienen a veces aire de
manolas, y viceversa. La ternura emerge de la crueldad. Se descansa de Dante
para leer al Aretino; de Pascal para sumergirse en Voltaire. La palidez de cera
se destaca sobre el luto del ébano. Se exaltan cruzadas con palabras
escépticas. Los palacios se yerguen junto a apestadas chozas. Nunca el término
medio, el que atraía, según Valle-Inclán a Galdós -a “Don Benito, el
garbancero”-. Lo peor que le puede ocurrir a uno es ser trabajador, honrado,
cumplidor, responsable; mejor es ser místico, incrédulo, santo, violador de
doncellas y, sobre todo, artista.”
(Crítica, págs. 43-44)
Ahora bien, de dónde procede
la identificación de Galdós con el garbanzo,
aparte del hecho de que pueda simbolizar la clase media y todo ese mundo de moderación
y medianía que tan bien supo reflejar Galdós.
La clave la encontramos en
una de las novelas destacadas de Galdós, El
amigo Manso (1882), en que el narrador, el propio Máximo Manso, en varios
momentos nos describe sus gustos culinarios:
En el capítulo 2: “No soy gastrónomo; no entiendo palotada de
refinados manjares ni de rarezas de cocina. Todo lo que me ponen delante me lo
como, sin preguntar al plato su abolengo ni escudriñar sus componentes; y en
punto a preferencias, sólo tengo una que declaro sinceramente aunque se refiere
a cosa ordinaria, el cicer arietinum, que en romance llamamos garbanzo, y que, según enfadosos higienistas, es comida indigesta.
Si lo es, yo no lo he notado nunca. Estas deliciosas bolitas de carne vegetal
no tienen, en opinión de mi paladar, que es para mí de gran autoridad,
sustitución posible, y no me consolaría de perderlas, mayormente si desaparecía
con ellas el agua de Lozoya, que es mi vino.”
(Alianza
Editorial, págs.12-13. La negrita es mía.)
Algo
más adelante, en el capítulo 21, vuelve a la carga: “El hecho que voy a
declarar me favorece poco, me pintará quizá como hombre vulgar, insensible a
los delicados gustos de nuestra sociedad reformista; pero pongo mi deber de
historiador por delante de todo y así se apreciará por esta franqueza la
sinceridad de las demás partes de mi narración. Vamos a ello. Las buenas
comidas y los platos selectos de la mesa de mi hermano llegaron a empacharme, y
como transcurrían semanas enteras sin que pudiera librarme de comer allá,
concluí por echar de menos mi habitual mesa humilde y el manjar preferente de
ella, los garbanzos, que para mí,
como he dicho antes, no tienen sustitución posible. El apetito de aquella
legumbre me fue ganando, y llegó a ser irresistible. Estaba yo como el fumador
vicioso, cuando por mucho tiempo se ve privado de tabaco. Siempre que pasaba
por la Corredera de San Pablo y por la tienda de que soy parroquiano,
titulada la Aduana en
comestibles, se me iban los ojos al gran saco de garbanzos colocado en la puerta, y
no por verlos crudos se me antojaban menos sabrosos. No pudiendo refrenar más
mi deseo, resistíme un día a comer con Lica, y previne a Petra que me pusiera
el cocido de reglamento. No tengo más que decir sino que me desquité
bárbaramente de la privación que había sufrido.” (págs.127-28)
E
incluso en el capítulo 39 volverá a reiterar
el asunto.
Aunque
en otros textos de Galdós podamos encontrar otras referencias a la modesta legumbre,
pienso que de aquí, de El amigo Manso,
tomó el fiero Valle el motivo para la excusable (es decir, evitable) fechoría que llevó a cabo.
P.S.
Si en el anterior post (el del hápax sintagmático) señalaba las virtudes de
gran creador verbal del novelista canario, aún otro día pienso volver sobre las
deudas (de léxico, estilo y expresividad verbal) que tiene contraídas Valle con
Galdós.
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