lunes, 8 de julio de 2024

Manuel Machado y Velázquez: Javier Portús siempre puntualizando

 

FELIPE IV

 

Nadie más cortesano ni pulido
que nuestro Rey Felipe, que Dios guarde,
siempre de negro hasta los pies vestido.

Es pálida su tez como la tarde,
cansado el oro de su pelo undoso,
y de sus ojos, el azul, cobarde.

Sobre su augusto pecho generoso,
ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso.

Y, en vez de cetro real, sostiene apenas
con desmayo galán un guante de ante
la blanca mano de azuladas venas.

 

(Manuel Machado: Alma)

 

Este poema prodigioso, que escribió Manuel Machado, y que consta de tercetos encadenados, desatiende la ley que prescribe 3N+1 (siendo N el número de estrofas) como la cantidad de versos que ha de poseer una composición de este tipo. En este caso (hay 4 estrofas) debería tener 13 versos y no 12, como es el caso. Ya que las rimas se van encadenando, siempre hay que añadir un verso más para recoger la rima intermedia del último terceto que, si no se hace esto, quedaría suelta. Manuel Machado, como buen modernista, hace un experimento y es que, mediante la rima interna del verso 11 (guante de ante) pone un cierre anticipado a los tercetos encadenados (esto lo explicaba magistralmente Dámaso Alonso, creo recordar).

 

Ahora bien, donde se le fue la mano a don Manuel fue en el título del poema, pues no existe cuadro de Felipe IV en que sostenga (apenas) un delicado guante de ante, sino que esto ocurre en un cuadro que nos muestra al hermano del Rey, el infante Don Carlos.

 





















Bien es verdad que los cuadros se parecen mucho compositivamente y que podría ser explicable la confusión, pero Javier Portús, en un escrito sobre los retratos cortesanos de Velázquez, nos aclara las diferencias de concepto e intención que hay entre ambos cuadros. Hablando del retrato del infante, escribe:

 

“En muchas de sus características sigue la senda marcada por el primer retrato de Felipe IV, con quien comparte incluso el juego de piernas. Sin embargo, los contenidos difieren. No estamos ante la efigie de un rey lleno de responsabilidades, sino ante la de un infante con deberes más difusos. (…) Así, lo que en el de Felipe IV son alusiones a los privilegios y obligaciones que sustentan su posición como rey, y, por extensión, referencias a las buenas intenciones con las que comenzó su reinado, en el del infante se convierten en signos sólo de estatus y elegancia. El papel que sostiene el monarca en su derecha, alusivo a su voluntad reformadora, se convierte aquí en un elegante guante; y el sombrero de copa sobre el bufete, que hace alusión a la administración de justicia, es en este caso un sombrero de ala ancha cuya función es a la vez indumentaria y protocolaria. Igualmente, mientras que en las versiones del Prado el único adorno que se superpone al vestido del rey es el toisón de oro, el pecho del infante está cruzado por una rica cadena de oro, en cuya espléndida factura nos da Velázquez una de las pruebas más tempranas de la que sería su pasmosa capacidad para describir por medio de manchas.”

 

(Javier Portús: Velázquez, su mundo y el nuestro, p. 69)

 

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