El
viajero, amante de los cementerios, que llega al de Montjuic, en Barcelona, lo
primero que hace es poner en cuestión un mito: el del maravilloso enclave y las
magníficas vistas, en definitiva, el de cementerio marino. Nada que ver con
aquel que cantó Paul Valéry y en que reposan sus restos en Sète. Las vistas del
de Montjuic caen sobre el puerto de Barcelona y apenas se puede ver el mar
entre los millares de contenedores que allí se apilan. Eso sí, la disposición
del cementerio es hermosa (y fatigosa, por sus cuestas) y, como cementerio
prototípicamente burgués, encontramos monumentos funerarios excelentes. El que
me cautivó de una forma más profunda fue el conocido Panteón Urrutia, obra del
arquitecto Antoni Vila i Palmés, cuya figura principal, un ángel abatido, se piensa
ser obra del escultor Josep Campeny Santamaría, sin total certeza.
Llama la atención que tan extraordinaria creación –de poco más de un siglo- no esté totalmente documentada. Pero también llama la atención otro hecho: el profundo desconsuelo del ángel. Sabemos, desde Tomás de Aquino, que los ángeles comparten con los cuerpos gloriosos las cualidades de claridad (luminosidad), agilidad (velocidad extrema en sus desplazamientos), sutileza (capacidad para atravesar cuerpos) e impasibilidad (no sufren dolores ni muerte). Por eso, resulta sorprendente encontrarnos un ángel tan desconsolado. No es que sea una novedad (ya los angelitos de Giotto –en la Capella degli Scrovegni en Padua- muestran un desgarro y desconsuelo extremo ante Cristo muerto). Diríamos que los artistas, olvidando la dogmática teológica, tienen tendencia a representar ángeles fieramente humanos.
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