martes, 16 de febrero de 2021

Foto histórica de un tablao flamenco, comentada por Fernando Quiñones

 Estos días, en que leo sobre flamenco (y también lo escucho), me he encontrado con la descripción que realiza Fernando Quiñones de una fotografía de finales del siglo XIX, que recoge el ambiente de un café cantante de la época. La busqué en Internet y aquí está. Es una costumbre mía comentar imágenes o traer comentarios de imágenes de otros personas a estas páginas. Además, la foto sí se encuentra en el ciberespacio, pero el texto no.


Emilio Beauchy: café cantante hacia 1885.




“Un afortunado Keria o Cartier-Bresson de la época, quizás un Masats, obtuvo cierta concreta y fantástica imagen, ¿en qué ciudad? Desde luego, en una del Sur y en un local modesto. En ella se distinguen perfectamente ambos planos humanos: artistas y público. El alto estrado aparece ocupado en su totalidad por mujeres, a excepción del guitarrista, dejado caer al borde del tablao con las piernas colgando sobre la sala, junto a un pianucho rodeado por una valla de madera. Ante la que parece ser la cantaora y que ocupa el centro del cuadro, dos de las mujeres bailan primorosamente; hay en su gesto una solera de majestad, precisión y arisca gracia. Todas las demás hacen palmas, y otra “palmera” aparece sentada junto al tocaor.

La parte inferior de la instantánea es todo un poema realista y se presta a una amplia divagación entre imaginativa y sociológica que aquí no voy a intentar por largo. Una decena de hombres, melancólicamente distraídos o posando indiferentes ante el objetivo, se apiña en torno a botellas y descomunales vasos llenos de vino; ajeno al grupo, un bebedor aislado contempla el “tablao” inclinando todo el cuerpo hacia delante, sumido en lo de arriba; se diría el único interesado por lo que allí se canta y baila.

Abajo no hay ni una mujer y los talantes son muy variados: uno parece un bobo de Velázquez; aquéllos denotan en la ropa al albañil o al artesano humilde; encorbatado y de bombín, otro de los rostros no parece contrariar, pese a su atuendo, la modesta extracción popular de los demás. No hay animación en las caras ni en las actitudes, sino pasividad, indiferencia, un punto de amargor en algunas.

Congelada en el tiempo, la foto parece acusar también las circunstancias de su realización, que no debió ser efectuada en un momento “natural” del café de cante, empezando por la necesidad de advertir a todos la de quedarse inmóviles para “tirar la placa”. Sin embargo, su significado y su valor de muestra se mantienen tan válidos respecto al ambiente como en cuanto a lo coreográfico.”

(Fernando Quiñones, El flamenco, vida y muerte, Plaza y Janés, 1971, págs. 42-43)


viernes, 12 de febrero de 2021

Aprender una lengua más (George Steiner sobre Edmund Wilson)

 En su libro de conversaciones con Laure Adler, Un largo sábado, George Steiner, el comparatista trilingüe (inglés, alemán, francés), que conoce otras varias lenguas (pero, judío como es, extrañamente, no el hebreo), encontrándose ya en la fase final de su vida, le cuenta a su entrevistadora la siguiente anécdota lingüística. Conmovedora:


Al final de su vida, mi predecesor inmediato como crítico principal de la revista americana The New Yorker, Edmund Wilson, a pesar de saberse moribundo, contrata a un profesor para aprender húngaro, una lengua endiabladamente difícil. Y da esta explicación. “Me han dicho que ciertos poetas son tan grandes como Pushkin o Keats. ¡Quiero enterarme!”. Pensaba en Ady, Petöfi. Es magnífico. “Quiero enterarme, no quiero que me cuenten historias”. Y si no fuera tan vago, yo mismo trataría de aprender una o dos lenguas más. A mí también me gustaría enterarme.” 

(págs. 54-55)


martes, 2 de febrero de 2021

A SU ESQUIVA DAMA, de Andrew Marvell, traducido por Javier García Gibert

 

Organizando antiguas carpetas me he topado con una traducción de un extraordinario poema que me pasó Javier, hacia mediados de los 80 del siglo pasado, Se trata de “To his coy mistress” de Andrew Marvell, poeta metafísico inglés del XVII (1621-1678). Es uno de los “carpe diem” (o con mayor precisión, “Collige, virgo, rosas”) más asombrosos que existen, con su esquema tripartito, su excelente uso de la desmesura hiperbólica y un erotismo muy explícito que todo lo inunda. La traducción de Javier, magnífica, con su verso libre que huye de la rima en pareados del original, potencia el tono romántico que en aquél ya estaba muy presente.


A SU ESQUIVA DAMA.


Si sólo tuviéramos mundo bastante, y tiempo,

este desapego, Señora, no sería un crimen.

Podríamos sentarnos y pensar de qué manera

pasear nuestra larga jornada de amor.

Vos por el Ganges

hallarías rubíes, y yo me quejaría

en el estuario del Humber. Os amaría

ya diez años antes del Diluvio

y vos podríais, si quisierais,

rehusar hasta la conversión de los Judíos.

Mi amor vegetal crecería

más ancho que los imperios y más lento.

Cien años me tomaría

para elogiar vuestros ojos y contemplar vuestra frente;

doscientos para adoraros cada pecho;

y treinta mil para el resto:

una Edad, cuando menos, para cada parte,

y la última Edad me mostraría vuestro corazón,

porque, Señora, vos merecéis este trato,

y yo no amaría a más bajo precio.


Pero a mi espalda yo siempre escucho

a la alada carreta del tiempo apresurándose:

y más allá, delante nuestro, se extienden

desiertos de vasta eternidad.

Vuestra belleza ya no será hallada,

ni en vuestra bóveda de mármol sonará

el eco de mi canción; entonces los gusanos

pondrán a prueba aquella larga virginidad preservada

y vuestro honor anticuado se volverá polvo,

y cenizas mi lujuria.

La tumba es un lugar privado y bello,

pero nadie, que yo sepa, allí se abraza.


Ahora, por lo tanto, mientras el tinte juvenil

se asienta en vuestra piel como el rocío en la mañana,

y mientras vuestra alma dispuesta transpira

por cada uno de sus poros fuegos urgentes,

ahora, holguemos mientras podamos

y, como aves amorosas de rapiña,

devoremos sin demora nuestro tiempo

antes que languidezcamos en sus brazos.

Hagamos de nuestra fuerza

y nuestra dulzura un ovillo,

y arranquemos los placeres tras ruda lucha

por entre las verjas de hierro de la vida.

Así, aunque no podamos hacer que nuestro sol permanezca

le haremos correr por lo menos.


domingo, 24 de enero de 2021

Leyendo traducciones. (Herzog, de Saul Bellow, traducido por Rafael Vázquez Zamora)

 


En mis años mozos, cuando acaparaba muchos libros, con frecuencia compraba una novela, un ensayo o un libro de poemas junto con su versión original en inglés, francés o italiano. Mi idea era que por el momento podía leer las traducciones. Pues que me aplicaba a aprender diversos idiomas, ya llegaría el tiempo de leer los originales directamente. Ese tiempo soñado nunca llegó. Son pocos los libros en su lengua original que he llegado a completar. Recuerdo The meaning of art, de Herbert Read, en mi primer viaje a Londres, o The Europeans, de Henry James, bajo las aspas del ventilador en las cálidas tardes de Camboya. La única lengua que he llegado a leer casi de corrido es el francés, y Racine, Molière o Ionesco, a la par que muchos ensayos, fueron leídos de esa manera, pero nunca me atreví con una novela realista (ya lo intenté en portugués con Eça de Queiroz y hube de pasarme al castellano), ni tampoco con el inglés de Shakespeare. En italiano leí tempranamente La cultura del Rinascimento, de Eugenio Garin, pero tardé casi 20 años en volver a leer un libro completo, Contributo a una critica di me stesso, de Croce, lo que me generó un gran malestar al tener viva conciencia del hiato.


Si no llegué a cumplir ese sueño de leer sin dificultad los textos en sus propias lenguas (ni ese otro de ser un comparatista que se manejara en 5 o 6 idiomas), por lo menos ese acopio de originales me ha permitido al leer traducciones tener frecuentemente cerca la fuente para consultar pasajes oscuros o traducciones dudosas.


Eso me lleva a continuas discusiones mentales con el traductor, e incluso a disgustos con su deficiente tarea, algo que me duele porque, precisamente, considero al traductor uno de los especímenes humanos más valiosos -esa enorme y trascendente labor de mediación entre lenguas y culturas-, y a la traducción como uno de los ejercicios intelectuales más completos y enriquecedores que existan.


Todo esto viene a cuento de mi lectura actual: Herzog, de Saul Bellow, que leo en la traducción coetánea a la obra de Rafael Vázquez Zamora, pero con el original inglés muy cerca. No diría que es una mala traducción (aunque Muñoz Molina, en un artículo sobre Bellow, nos advierte de lo difícil que es traducirlo y de lo maltratada que ha sido su prosa en las versiones españolas), aunque sí muestra serias deficiencias.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Doña Emilia Pardo Bazán contempla el ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ

 

Mi admiración por doña Emilia (Pardo Bazán se sobreentiende) aumentó, si cabe, cuando leí en una nota de España en su historia, de don Américo (Castro), el papel pionero que nuestra autora habría tenido en el redescubrimiento del Greco.

En efecto, la doxa nos dice que los noventayochistas son los descubridores modernos del pintor, que se consolidaría con la monografía de Manuel Bartolomé Cossío en 1908. Pero ya en 1891, en su revista Nuevo Teatro Crítico, la doña, comentando un viaje por la ciudad de Toledo, escribe lo siguiente, a propósito del cuadro y un inesperado cicerone que les amargó la visita a la ciudad:


Donde me causó más ira el maldito parásito, fue cuando me estropeó el placer mayor que debí al arte en Toledo. La escena ocurría ante el cuadro asombroso del Greco que se guarda en Santo Tomé. (…) Al ver la obra maestra de Domenico Theotocopuli, me confirmé en que la pintura, si ha adelantado, como aseguran los modernistas, no ha conseguido que sus adelantos los veamos patentes los profanos, ni que los sentimientos que nos causa ganen en intensidad. Cualquier pintor moderno me parece un impotente al contemplar la página divina que se llama el Entierro del Conde de Orgaz.


Los que sólo conozcan al Greco por otros cuadros, no pueden apreciar en toda su fuerza el genio del verdadero precursor de Velázquez. Sin que la parte alta del cuadro merezca las severas censuras que algunos críticos le dirigen, la baja, o sea el verdadero asunto del cuadro, es tal, que no tiene nada que envidiar en factura a las mejores obras del autor de Las Hilanderas y las vence -con definitiva victoria- en la unción y sentimiento religioso. En el cuadro de Santo Tomé, el Greco reúne lo inefable de Murillo y lo real de Velázquez. Aquella cabeza de San Agustín es un trasunto de la santidad y de la gloria: carne humana sublimada por la participación de la felicidad divina; la cara más apostólica, noble y radiante que acaso ha producido el pincel.


El cuadro pertenece a una particular, la señora condesa de Bornos. Bien sabe Dios que no se cuenta en el número de mis mayores defectos la envidia; sin embargo, como en el ser humano existe el germen de todo mal (y de todo bien), yo envidié diez minutos a la dueña de tal tesoro, pensando que podría mirarlo y gozarlo a solas, sin guías que chapurrean ridículos encomios, sin prisas, que impone la necesidad de no perder el tren de regreso.” 

[tomado de Viajes por España, p. 138-139]


De mí sé decir que el mayor placer que experimento siempre que voy a Toledo lo constituye los 10 minutos que paso ante el maravilloso cuadro del Greco, libre de cicerones, pero inmerso en el overbooking turístico. También comparto la envidia de doña Emilia, pero me dura más que a esa santa mujer.


sábado, 12 de diciembre de 2020

El ritmo acentual de la rima VII de Bécquer: Del salón en el ángulo oscuro.

 

VII


Del salón en el ángulo oscuro,

de su dueña tal vez olvidada,

silenciosa y cubierta de polvo,

veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,

como el pájaro duerme en las ramas,

esperando la mano de nieve

que sabe arrancarlas!

¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio

así duerme en el fondo del alma,

y una voz como Lázaro espera

que le diga «Levántate y anda»!


Llegaba un día al aula y les anunciaba a los alumnos de 4º de ESO que íbamos a hacer una clase muy especial. Escribíamos en la pizarra el poema, y luego una serie de rayas como sigue.


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Les explicaba que cada rayita era una sílaba y que, por tanto, estábamos representando el esquema de sílabas del poema: tres estrofas de 4 versos (en total 12), la primera con 3 versos decasílabos y un hexasílabo; la segunda, con la misma estructura silábica; y la tercera estrofa cambia un poco, pues presenta los 4 versos decasílabos.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Graham Greene: la importancia del nombre. Nota de lectura de EL PODER Y LA GLORIA

 

No es sólo Graham Greene. Ya en la Biblia tenemos muchos episodios, en los que nombrar es el hecho primordial. Adán en el Paraíso, poniendo nombre a las cosas; o Jacob luchando con el Ángel para que le dé un nombre. ¿Y qué decir de los evangelios y hechos de los apóstoles: ese Emmanuel, que quiere decir “Dios con nosotros”, o Saulo de Tarso, que pasará a llamarse Pablo. La ampliación del Quijote -que estudiara Pidal-, desde una supuesta novela ejemplar a la historia magna que crearía el género de la novela moderna se asienta sobre ese prodigioso primer capítulo en que el hidalgo se erige en caballero y -como un nuevo Adán- se pone a nombrar lo que instaura.


Creo que la denominación (o innominación: recordemos el deán de Santiago en la versión borgiana del hechicero cuento) -que forma parte del estudio del personaje- es uno de los elementos esenciales de todo relato, y alguna vez se me ha ocurrido hacer un estudio de este tema en la historia de la novela, pero sería tan inacabable como ensayar una historia de la novela.


Cuando leemos algunas obras de Graham Greene nos damos cuenta de la importancia que tiene ese acto en su universo novelesco.


En El tercer hombre, por ejemplo, el nombre de Rollo Martins (amigo de Harry Lime), con la brusquedad del Rollo y la suavidad del Martins, sirve para ir poniendo de relieve, a lo largo de todo el relato, cuando el personaje se comporta como Rollo (el tosco autor de novelas del oeste, que mira a todas las mujeres) y cuando como Martins (el fiel amigo, capaz de anteponer la justicia a la amistad, que se enamora de la “viuda” de Lime). Esta dicotomía queda establecida al principio del relato:


Había en Rollo Martins un conflicto incesante entre su nombre absurdo y el sólido apellido holandés que su familia llevaba desde hacia cuatro generaciones. Rollo miraba a todas las mujeres que pasaban y Martins renunciaba a ellas para siempre. No sé cuál de los dos escribía los Westerns.”


Hacia el final del relato, cuando decide colaborar con la policía para cazar a su amigo Harry Lime, también se produce el desdoblamiento respecto a éste: “Si hubiera gritado en seguida hubiera sido fácil alcanzarlo, pero supongo que durante unos segundos ya no fue Lime, el traficante de penicilina, el que huía, sino Harry. Martins titubeó el tiempo necesario para que Lime interpusiera el quiosco entre él y sus perseguidores. Entonces gritó: “Es él.” Pero Lime ya se había hundido en las profundidades de la tierra.”


En El poder y la gloria, asistimos a la huida del innominado sacerdote a lo largo de todo el relato. Sabemos todos sus defectos: que es bebedor, que ha cometido fornicación, que es cobarde, que no es caritativo en exceso… En definitiva, que es un mal sacerdote. Sabemos todo eso, menos su nombre. Sabemos el nombre del otro sacerdote indigno que aparece en el relato, el padre José, que ha abandonado los hábitos, se ha casado y se ha convertido en funcionario de un estado anticlerical. Sabemos el nombre del sacerdote en el relato piadoso que lee una madre a sus hijos, y que resulta una versión idealizada de la novela que estamos leyendo: se llama Juan.