Organizando antiguas carpetas me he topado con una traducción de un extraordinario poema que me pasó Javier, hacia mediados de los 80 del siglo pasado, Se trata de “To his coy mistress” de Andrew Marvell, poeta metafísico inglés del XVII (1621-1678). Es uno de los “carpe diem” (o con mayor precisión, “Collige, virgo, rosas”) más asombrosos que existen, con su esquema tripartito, su excelente uso de la desmesura hiperbólica y un erotismo muy explícito que todo lo inunda. La traducción de Javier, magnífica, con su verso libre que huye de la rima en pareados del original, potencia el tono romántico que en aquél ya estaba muy presente.
A SU ESQUIVA DAMA.
Si sólo tuviéramos mundo bastante, y tiempo,
este desapego, Señora, no sería un crimen.
Podríamos sentarnos y pensar de qué manera
pasear nuestra larga jornada de amor.
Vos por el Ganges
hallarías rubíes, y yo me quejaría
en el estuario del Humber. Os amaría
ya diez años antes del Diluvio
y vos podríais, si quisierais,
rehusar hasta la conversión de los Judíos.
Mi amor vegetal crecería
más ancho que los imperios y más lento.
Cien años me tomaría
para elogiar vuestros ojos y contemplar vuestra frente;
doscientos para adoraros cada pecho;
y treinta mil para el resto:
una Edad, cuando menos, para cada parte,
y la última Edad me mostraría vuestro corazón,
porque, Señora, vos merecéis este trato,
y yo no amaría a más bajo precio.
Pero a mi espalda yo siempre escucho
a la alada carreta del tiempo apresurándose:
y más allá, delante nuestro, se extienden
desiertos de vasta eternidad.
Vuestra belleza ya no será hallada,
ni en vuestra bóveda de mármol sonará
el eco de mi canción; entonces los gusanos
pondrán a prueba aquella larga virginidad preservada
y vuestro honor anticuado se volverá polvo,
y cenizas mi lujuria.
La tumba es un lugar privado y bello,
pero nadie, que yo sepa, allí se abraza.
Ahora, por lo tanto, mientras el tinte juvenil
se asienta en vuestra piel como el rocío en la mañana,
y mientras vuestra alma dispuesta transpira
por cada uno de sus poros fuegos urgentes,
ahora, holguemos mientras podamos
y, como aves amorosas de rapiña,
devoremos sin demora nuestro tiempo
antes que languidezcamos en sus brazos.
Hagamos de nuestra fuerza
y nuestra dulzura un ovillo,
y arranquemos los placeres tras ruda lucha
por entre las verjas de hierro de la vida.
Así, aunque no podamos hacer que nuestro sol permanezca
le haremos correr por lo menos.
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