Mi admiración por doña Emilia (Pardo Bazán se sobreentiende) aumentó, si cabe, cuando leí en una nota de España en su historia, de don Américo (Castro), el papel pionero que nuestra autora habría tenido en el redescubrimiento del Greco.
En efecto, la doxa nos dice que los noventayochistas son los descubridores modernos del pintor, que se consolidaría con la monografía de Manuel Bartolomé Cossío en 1908. Pero ya en 1891, en su revista Nuevo Teatro Crítico, la doña, comentando un viaje por la ciudad de Toledo, escribe lo siguiente, a propósito del cuadro y un inesperado cicerone que les amargó la visita a la ciudad:
“Donde me causó más ira el maldito parásito, fue cuando me estropeó el placer mayor que debí al arte en Toledo. La escena ocurría ante el cuadro asombroso del Greco que se guarda en Santo Tomé. (…) Al ver la obra maestra de Domenico Theotocopuli, me confirmé en que la pintura, si ha adelantado, como aseguran los modernistas, no ha conseguido que sus adelantos los veamos patentes los profanos, ni que los sentimientos que nos causa ganen en intensidad. Cualquier pintor moderno me parece un impotente al contemplar la página divina que se llama el Entierro del Conde de Orgaz.
Los que sólo conozcan al Greco por otros cuadros, no pueden apreciar en toda su fuerza el genio del verdadero precursor de Velázquez. Sin que la parte alta del cuadro merezca las severas censuras que algunos críticos le dirigen, la baja, o sea el verdadero asunto del cuadro, es tal, que no tiene nada que envidiar en factura a las mejores obras del autor de Las Hilanderas y las vence -con definitiva victoria- en la unción y sentimiento religioso. En el cuadro de Santo Tomé, el Greco reúne lo inefable de Murillo y lo real de Velázquez. Aquella cabeza de San Agustín es un trasunto de la santidad y de la gloria: carne humana sublimada por la participación de la felicidad divina; la cara más apostólica, noble y radiante que acaso ha producido el pincel.
El cuadro pertenece a una particular, la señora condesa de Bornos. Bien sabe Dios que no se cuenta en el número de mis mayores defectos la envidia; sin embargo, como en el ser humano existe el germen de todo mal (y de todo bien), yo envidié diez minutos a la dueña de tal tesoro, pensando que podría mirarlo y gozarlo a solas, sin guías que chapurrean ridículos encomios, sin prisas, que impone la necesidad de no perder el tren de regreso.”
[tomado de Viajes por España, p. 138-139]
De mí sé decir que el mayor placer que experimento siempre que voy a Toledo lo constituye los 10 minutos que paso ante el maravilloso cuadro del Greco, libre de cicerones, pero inmerso en el overbooking turístico. También comparto la envidia de doña Emilia, pero me dura más que a esa santa mujer.
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