miércoles, 2 de diciembre de 2020

Graham Greene: la importancia del nombre. Nota de lectura de EL PODER Y LA GLORIA

 

No es sólo Graham Greene. Ya en la Biblia tenemos muchos episodios, en los que nombrar es el hecho primordial. Adán en el Paraíso, poniendo nombre a las cosas; o Jacob luchando con el Ángel para que le dé un nombre. ¿Y qué decir de los evangelios y hechos de los apóstoles: ese Emmanuel, que quiere decir “Dios con nosotros”, o Saulo de Tarso, que pasará a llamarse Pablo. La ampliación del Quijote -que estudiara Pidal-, desde una supuesta novela ejemplar a la historia magna que crearía el género de la novela moderna se asienta sobre ese prodigioso primer capítulo en que el hidalgo se erige en caballero y -como un nuevo Adán- se pone a nombrar lo que instaura.


Creo que la denominación (o innominación: recordemos el deán de Santiago en la versión borgiana del hechicero cuento) -que forma parte del estudio del personaje- es uno de los elementos esenciales de todo relato, y alguna vez se me ha ocurrido hacer un estudio de este tema en la historia de la novela, pero sería tan inacabable como ensayar una historia de la novela.


Cuando leemos algunas obras de Graham Greene nos damos cuenta de la importancia que tiene ese acto en su universo novelesco.


En El tercer hombre, por ejemplo, el nombre de Rollo Martins (amigo de Harry Lime), con la brusquedad del Rollo y la suavidad del Martins, sirve para ir poniendo de relieve, a lo largo de todo el relato, cuando el personaje se comporta como Rollo (el tosco autor de novelas del oeste, que mira a todas las mujeres) y cuando como Martins (el fiel amigo, capaz de anteponer la justicia a la amistad, que se enamora de la “viuda” de Lime). Esta dicotomía queda establecida al principio del relato:


Había en Rollo Martins un conflicto incesante entre su nombre absurdo y el sólido apellido holandés que su familia llevaba desde hacia cuatro generaciones. Rollo miraba a todas las mujeres que pasaban y Martins renunciaba a ellas para siempre. No sé cuál de los dos escribía los Westerns.”


Hacia el final del relato, cuando decide colaborar con la policía para cazar a su amigo Harry Lime, también se produce el desdoblamiento respecto a éste: “Si hubiera gritado en seguida hubiera sido fácil alcanzarlo, pero supongo que durante unos segundos ya no fue Lime, el traficante de penicilina, el que huía, sino Harry. Martins titubeó el tiempo necesario para que Lime interpusiera el quiosco entre él y sus perseguidores. Entonces gritó: “Es él.” Pero Lime ya se había hundido en las profundidades de la tierra.”


En El poder y la gloria, asistimos a la huida del innominado sacerdote a lo largo de todo el relato. Sabemos todos sus defectos: que es bebedor, que ha cometido fornicación, que es cobarde, que no es caritativo en exceso… En definitiva, que es un mal sacerdote. Sabemos todo eso, menos su nombre. Sabemos el nombre del otro sacerdote indigno que aparece en el relato, el padre José, que ha abandonado los hábitos, se ha casado y se ha convertido en funcionario de un estado anticlerical. Sabemos el nombre del sacerdote en el relato piadoso que lee una madre a sus hijos, y que resulta una versión idealizada de la novela que estamos leyendo: se llama Juan.


La novela concluye de la siguiente manera, tras le ejecución del protagonista, cuando llega un desconocido a la casa de la madre ferviente, y el hijo mayor, adolescente aún y un tanto reacio a la piedad familiar, que acaba de lanzar un escupitajo a la pistola del teniente perseguidor (el antagonista del sacerdote perseguido), lo ha recibido en la puerta de noche, pero le va a cerrar:


-Acabo de desembarcar. He llegado por el río esta noche. Creí que acaso… tengo una carta de presentación para la señora de un gran amigo suyo.

-Está durmiendo -repitió el muchacho.

- Si me dejara usted entrar -rogó el hombre con una extraña sonrisa temerosa; y, de pronto, bajando la voz declaró-: Soy un sacerdote.

- ¿Usted? -exclamó el chico.

- Sí, repuso él con suavidad-. Mi nombre es Padre…

Pero el muchacho tenía ya la puerta del todo abierta y ponía los labios en su mano antes de que pudiera darse a sí mismo un nombre.”


(“But the boy had already swung the door open and put his lips to his hand before the other could give himself a name.”, en el original.)


Es el potente final de una novela potente, entendiendo como relato potente aquel que dice mucho más de lo que dice, como los mitos, que una vez escuchados se instalan en nuestro espíritu y nos hablan en los más diversos momentos de nuestra vida, siempre diciéndonos algo que nos importa.


El poder y la gloria es una novela muy bien escrita, que atrapa la atención del lector con el hilo de la persecución, los distintos escenarios, los personajes diversos y consistentes (a mí me apasiona el personaje de la niña Coral); es también una novela honda, y eso lo da la profundidad de los personajes, los distintos dramas que viven, ese factor humano que da título a una de sus más logradas novelas, en la cual la trama de hechos es casi lo de menos (por eso la película de Otto Preminger, muy fiel a los hechos de la novela, es insuficiente, porque, precisamente lo que se deja fuera es...el factor humano); es, por último y muy fundamentalmente, una novela católica, porque toda ella gira en torno al valor sacramental del sacerdocio. El protagonista puede tener todos los defectos que hemos señalado anteriormente, pero hay una cosa que vagamente intuye, que él es depositario de una misión (perdonar los pecados, asistir a los enfermos y moribundos, consagrar y repartir la eucaristía), una misión que le sobrepasa, pero a la que no renuncia. A lo largo de toda la novela vemos que hay una fuerza que opera por encima de él, y él -a pesar de todas sus carencias- cree en ella, se entrega a ella, y da su vida por ella.


Y es por ello que resulta significativo que carezca de nombre en el relato (como también el sacerdote que aparece en la última página del libro para tomar -simbólicamente- el relevo), porque él no protagoniza la novela como persona individual, sino como sacerdote a quien se la ha otorgado un sacramento e intenta, a lo largo de toda la novela, y con sus muchas deficiencias, cumplir con el ministerio de que está investido.


A su manera, también nuestro innominado sacerdote podría decir como el cura rural de Bernanos cuando va a morir: “Todo es gracia.”

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