Lo vemos a diario en los supermercados. El homeless, el sin techo, como lo traducimos, el alcohólico callejero avanzan su moneda o monedas -frecuentemente calderilla- en la cinta movediza, y sólo entonces depositan su botella de cerveza o tetrabrick de vino. Salen a paso ligero con su presa del establecimiento y no esperan el ticket de compra. ¿Para qué? ¿Qué podrían reclamar ellos? Bastante es que les vendan el producto y no les nieguen la entrada amparándose en la reserva del “derecho de admisión”.
Este detalle de ir con el dinero por delante (ellos no tienen crédito) no se le escapa a la literatura, y hoy quiero traer al blog un par de fragmentos en que, precisamente, este pequeño detalle constituye uno de los elementos de la profunda sugestión que provocan en el lector.
El primero pertenece a Los miserables, de Victor Hugo, obra titánica y destartalada, folletinesca y verbosa, que no deja de ser grande, aunque sólo fuera por la creación del personaje de Gavroche, ese niño de la calle (ese gamin), verdadero ángel de los suburbios, que va sembrando el bien y dejando una estela de generosidad por donde quiera que anda.
En un momento de la obra Gavroche se encuentra en la calle dos niños desamparados (no sabe que son sus hermano, pues hace tiempo que no vive en casa), los acoge, les da alojamiento en un lugar inusitado (el elefante de la plaza de la Bastilla, arquitectura efímera del XIX) e incluso los alimenta. Esta es la escena: