Conocí a Javier Portús en un lejano congreso sobre transmisión de manuscritos en el siglo de oro, que dirigía Augustin Redondo en los cursos de verano de la UCM en El Escorial. Allí, no recuerdo a qué ponente, le hice una pregunta que, como de costumbre en este tipo de congresos, quedó sin contestar a causa de la vaguedad de la respuesta. Entonces pidió la palabra un joven, que estaba sentado entre el público, y me respondió con precisión y con auténtico deseo de comunicar y de que yo comprendiera lo que deseaba saber. Me quedé impactado con su actitud, tan poco frecuente. Al día siguiente ese joven era ponente, se trataba de Javier Portús, y llevó a cabo una de las ponencias más interesantes y eruditas de todo el congreso.
Me quedé con su nombre y, desde entonces le sigo asiduamente en sus publicaciones, y puedo asegurar que se trata del más competente historiador de la pintura española de los siglos de oro en la actualidad. Y también, por supuesto, uno de los grandes curadores de exposiciones. ¿Cómo olvidar aquella magnífica de Metapintura que se pudo ver en el Museo del Prado hace unos pocos años?
Hoy traigo al blog un ejemplo de su claridad y penetración expositiva, tomado de un catálogo no muy conocido, donde explica el uso de los retratos de donantes y el porqué de su disposición en los cuadros.
La familia arrodillada
“Los orígenes del retrato en España se vinculan directamente al concepto de “donante”; es decir, de efigies reales que se inmiscuyen en un contexto religioso. En algunos casos se encuentran dentro de la misma superficie pictórica que el motivo principal, y en otros aparecen en tablas o lienzos flanqueándolo; pero en todos hay una relación de dependencia formal e iconográfica respecto a una imagen o una escena sagrada. La presencia de este tema se advierte no sólo durante los últimos siglos de la Edad Media, sino también a lo largo de toda la Edad Moderna, como veremos más adelante. Con el tiempo, sin embargo, hubo una tendencia clara a desvincular el retrato de estas y otras dependencias narrativas, y a otorgarle una progresiva autonomía. El caso es que una abrumadora mayoría de los retratos familiares que nos han llegado anteriores al siglo XIX toman la forma de grupos de donantes. Antes de dar un repaso cronológico a algunos de ellos, hay que señalar una constante que en sí misma resulta muy reveladora del papel que a los distintos miembros de la familia se ha ido atribuyendo durante siglos en la sociedad tradicional. Invariablemente los hombres aparecen a nuestra izquierda y las mujeres a nuestra derecha; y eso tanto en obras medievales como en piezas de finales del siglo XVIII. Se trata de una regla prácticamente sin excepciones. Que los hombres aparezcan a la izquierda del espectador significa que están a la derecha desde el punto de vista del motivo sagrado principal de la obra, que es el que hay que tener en cuenta. Para la tradición occidental, la “posición” es significativa por dos distintos motivos. En primer lugar, tanto la lectura literaria como la figurativa se lleva a cabo de izquierda a derecha, y en ese sentido los grupos masculinos ocupan un lugar principal respecto a los femeninos. Pero, además, el cristianismo consagró la derecha como espacio privilegiado: a la derecha del Padre se sientan los elegidos. El arte medieval se encuentra repleto de ejemplos en los que esta idea toma una configuración plástica; y para ello no tenemos más que acudir, por ejemplo, a cualquier de los numerosos tímpanos de iglesias o catedrales en los que se refleja el Juicio Final y advertir como los bienaventurados se encuentran a nuestra izquierda; es decir, a la derecha según el punto de vista de Dios, que es quien preside el conjunto desde su posición central.”
(Javier Portús: “Orden y concierto. Escenas familiares en la pintura española del Renacimiento a Goya”, en TERNURA Y MELODRAMA. Pintura de escenas familiares en tiempos de Sorolla. Valencia 2002. p. 22)
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