La reciente contemplación de En el curso del tiempo, de Wim Wenders, que fue mi película fetiche durante una época, me lleva a la reflexión sobre la evolución de mis gustos en cine y sobre la serie de películas que en cada momento fueron mis preferidas.
En la época prehistórica de mi infancia (antes del descubrimiento del cine), aparte de reírme con Charlot o el Gordo y el Flaco, recuerdo lo muchísimo que me gustó El tulipán negro, con Alain Delon y Virna Lisi (años después la volvía ver y me pareció mala de consideración). Pero también en mi infancia descubrí Los siete samuráis, de Kurosawa, que todavía hoy me encanta (con un personaje fascinante: el samurái serio, reservado, que sólo aspira a la perfección en su arte).
Mi historia de amor con el cine comienza con el cine-club del colegio de los Salesianos de la avenida de la Plata, cuyas sesiones tenían lugar los viernes por la noche, al terminar la semana escolar, y que se creó cuando yo tenía unos 16 años, edad propicia para iniciarme como espectador reflexivo. Allí, con los análisis posteriores a la proyección, descubrí que el cine era un arte (las películas de arte y ensayo, como entonces se las llamaba) y descubrí autores como Sam Peckinpah, Joseph Losey, Arthur Penn, Stanley Kubrick… Probablemente mi primera película favorita fue Grupo salvaje, de Peckinpah, por las disecciones que llevábamos a cabo, en que se nos mostraba cómo la violencia se podía intensificar a través del montaje. Pero por poco tiempo: enseguida se impuso 2001: una Odisea del espacio, con aquella danza de la tecnología avanzada y la más asombrosa elipsis de la historia del cine (el hueso-instrumento que lanza el simio al aire y que baja como nave espacial).
Ya en la universidad me hago cinéfilo y frecuento la filmoteca y los distintos cine-clubs del momento (años de la transición). Como estudiante de letras, la visión estética se apodera de mi y es el momento de Luchino Visconti y su Muerte en Venecia. También lo social me preocupa mucho en ese tiempo y Era notte a Roma, de Rossellini, viene a dar imagen visual a ese tipo de anhelo (cómo recordaba, al salir del cine tras verla, esos versos de Martínez Sarrión en situación semejante: “después la cena desabrida y fría / y los ojos ardiendo como faros").
En esos años descubro muchos cineastas: Buñuel, Fellini, Antonioni, Pasolini, Godard, Truffaut, Resnais, Bertolucci y el nuevo cine alemán: primero Herzog (Aguirre, la cólera de Dios), luego Fassbinder (esas Amargas lágrimas de Petra von Kant que pude llorar yo en el cine) y, por último, Wim Wenders: En el curso del tiempo será entonces mi película. Más tarde se impondrá otra obra de él que aún me subyuga más: la película angélica Cielo sobre Berlín (el libro que yo solía regalar por entonces era La introducción a la vida angélica, de Eugenio D´Ors). También descubro el cine cubano y a Gutiérrez Alea, mi predilecto (¡Esas Memorias del subdesarrollo!).
Pero si lloré en el cine con Petra von Kant es porque esos fueron los años del desamor (que duró lo indecible). Entonces la película que mejor venía a reflejar eso era Johnny Guitar. Pero también Mannhatan, de Woody Allen.
Con la madurez las cosas se serenan y entonces la película que prefiero como síntesis de todo lo que se puede expresar con el séptimo arte es La gran ilusión de Jean Renoir. Pero la que veo y reveo con más placer y frecuencia (si me la topo y la empiezo a ver resulta imposible dejarla) es El hombre tranquilo, el maravilloso idilio de John Ford.
Lo que queda claro es que la película favorita es cuestión del momento vital de cada quién, y que son muchas a lo largo de una vida las que ocupan pasajeramente tan distinguido lugar en el pódium. Ahora que acabo el recuento veo que me he dejado sin consignar otras muchas favoritas: Siete ocasiones, de Buster Keaton, Amanecer, de Murnau, Ciudadano Kane, de Welles, Roma, cittá aperta, de Rossellini (non si puó vivere senza Rossellini), La strada o Amarcord, de Fellini, Los mejores años de nuestra vida, de Wyler, Con faldas y a lo loco, de Wilder, Viridiana, de don Luis, Arrebato, de Iván Zulueta, etc., etc., etc.
Para cerrar tan personal escrito quiero pedir prestadas las palabras a la propietaria de un cine de provincias que casi cierra el filme de Wenders a que me refería al principio, y su defensa de un cine serio, digno, que profundice en el ser humano y, tal vez, lo mejore. Bruno, el protagonista, le pregunta “¿Ya no proyecta nunca?”. Y ella responde:
No, pero tengo el cine preparado para poder empezar en cuanto sea posible.
El cine es… el arte de ver, decía mi padre.
Por esto no puedo pasar estas películas que sólo explotan aquello que es explotable en la cabeza y en los ojos de la gente.
No me obligarán a pasar, a pasar películas de las que la gente sale endurecida y embrutecida por la estupidez. Películas que destruyen cualquier alegría de vivir y anulan cualquier sentimiento ante el mundo y hacia ellos mismos
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