lunes, 24 de febrero de 2014

Algunos aforismos de Ramón y Cajal

Don Santiago, nuestro eminente científico, que fue Premio Nobel de Medicina en 1906, es también un autor con una cultura humanística más que notable y una muy sabrosa prosa. Entresaco algunos aforismos de su libro Charlas de café, que no es sino una recopilación de ellos:

La multitud de relaciones sociales requiere cultivo asiduo y servicios mutuos, cosas difícilmente compatibles con una vida de concentración intelectual y de labor fecunda. Casi todos los grandes creadores fueron solitarios.

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Ansiamos parecer simpáticos; así muy pocas veces nos detenemos a averiguar si las personas con quienes gastamos prosa y finezas las merecen de veras. Conducta prudente será, antes de franquearse y enternecerse con alguien, hacerle hablar mucho para concerle bien. Sacudamos el cerebro del interlocutor, a fin de ver si suelta necedades o frutos sabrosos. Y ajustemos nuestra conducta al valor del fruto recogido.

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Quienes extrañan la insinceridad de la Historia, ¿escribirían la propia franca e ingenuamente? De ordinario, toda autobiografía se reduce a una colección de nenúfares recogidos en charca pestilente.

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Gran deleite procura la lectura de los buenos autores; pero, en compensación, nos acarrean muchas desilusiones. Porque en esas páginas febrilmente devoradas, solemos sorprender, ¡quién lo dijera!, los pensamientos más íntimamente nuestros. A menudo, después de acabar una lectura atrayente, pensamos, con amargura y desaliento: ¡Nos han plagiado!

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La gloria no es otra cosa que un olvido aplazado.
Conviene, sin embargo, no extremar la profecía y confiar en que, si hemos labrado algo útil, el olvido clemente prorrogará un tanto sus plazos.


sábado, 22 de febrero de 2014

Muñoz Molina sobre el Lazarillo

Ahora que los de 3º  van a leer el Lazarillo, me complace traer estas líneas de un artículo de Muñoz Molina en el Babelia de hoy (El País):


La novela es un formidable universo en expansión que abarca ya cinco siglos, pero en el origen de esa inmensidad todavía viviente —¿quién puede saber cuántas novelas se han escrito, cuántas se están escribiendo y leyendo ahora mismo?— hay un Big Bang, un punto ínfimo, un libro muy breve y de pequeñas dimensiones que parecía tener y reclamar para sí tan poca importancia como la vida de su narrador y protagonista, un don nadie, un desecho social, un pregonero de Toledo dócil y cornudo, uno de los últimos entre los últimos, hijo de un preso por ladrón y de una mujer amancebada con un esclavo negro.

Qué extraordinaria expresión castellana, don nadie. Podría ser el título de una novela metafísica. Hasta el Lazarillo, hasta la plena irrupción de la novela picaresca y el Quijote y sus inmediatos derivados en Inglaterra y luego en el mundo, las ficciones trataban de personajes socialmente exaltados, reyes o príncipes, poderosos a caballo, etcétera. Con Lázaro de Tormes, con la novela, llegan a la literatura los don nadies, los que no cuentan, los de abajo, los tarados, los excluidos, las mujeres. Lo que hacen las novelas es contar las historias de los que por su poco relieve social carecen de ellas.

Lázaro de Tormes es el Adán de los personajes novelescos, pero él viene de otro origen mucho más antiguo, el cuento popular y la cultura carnavalesca, mundos sumergidos y fácilmente olvidados porque apenas dejan testimonios escritos. La alta cultura, como su propio nombre indica, trata de la parte alta de la sociedad y del cuerpo humano. Mijaíl Bajtín nos recuerda que los héroes otean el mundo desde la altura de sus caballos. El valor del héroe épico y del enamorado culto residen en el órgano más noble, que es el corazón; la belleza que celebran es la que se revela a la mirada. El órgano principal en la vida de Lázaro, como en la de Sancho, es el estómago. Comilonas, vómitos, ronquidos, eructos, pedos, diarreas, secreciones corporales de todo tipo, pasan de la risa popular y el descaro carnavalesco a la literatura filtrándose por el tejido poroso de la novela. El ciego introduce su nariz tan larga como si fuera de una máscara de carnaval en la boca abierta de Lázaro queriendo averiguar por el olor si se ha comido una longaniza, y Lázaro le baña toda la cara en la abundancia pestilente de su vomitona. Nos parece que oímos ataques de risa del siglo XVI.

(Francisco de Goya: El Lazarillo de Tormes)


miércoles, 12 de febrero de 2014

Karmelo Iribarren en Valencia



El próximo miércoles 19 de febrero, a las 19.30, viene a leer sus poemas al aula de poesía del Palau de la Música. 
Lo conocí cuando servía copas en un bar legendario de Donosti, el Akerbeltz. Hablamos de poesía -especialmente de Gil de Biedma, una predilección compartida- y de algunas otras cosas. Después leí sus versos... y hasta hoy.

LAS RESACAS

Las primeras tienen
su cosa, es cierto. Otra vez
con el trago en la mano,
uno se siente a gusto de sentirse
tan mal, de tener ese cuerpo,
de ser al fin el blanco
de miradas y risas (comentarios 
jocosos, vacilones), ya sabes,
de sufrir como un hombre.

Luego vienen las otras,
las de siempre, las clásicas,
sin el encanto de la novedad, 
las que uno ya conoce en su justa
medida, aburridas y tercas,
pegajosas, las que apenas 
sorprenden, las que una mañana 
te avisan que ojo al parche,
pero tú ni te enteras.

Las últimas resacas,
las auténticas, las de verdad, 
las que ni risas ni miradas
que valgan, las del vómito
encima, las del asco
y las lágrimas, las del miedo 
a vivir y a morir de repente,
las de la más absoluta soledad,

esas, amigo mío, mejor
que no las tengas que pasar.

domingo, 2 de febrero de 2014

Un poema de Félix Grande

  Antes que el tiempo expire, nuestras manos

Océano de piedad, luz honda de mujer,
levadura del tiempo mientras el tiempo exista,
el tacto y el olfato y la lengua y la vista,
junto a tu cuerpo son maneras de nacer.

El hombre es taciturno y nace para ser
desgraciado, perdido, sin nada que lo asista.
Y esto es horrendo, inicuo, y no hay quien lo resista
si no puede mirar, tocar, besar, lamer, morder.

Ella pone pomada, ella pone vendaje,
ella amortigua el triste absurdo del viaje,
ella es el centro, el único lugar adonde ir.

Los hechos y los años son mentira y estrépito,
y el destino es un mudo miserable y decrépito.
Sin mujer en las manos lo mejor es morir.



              Félix Grande: Las Rubáiyátas de Horacio Martín.

sábado, 1 de febrero de 2014

La personificación o prosopopeya

La personificación o prosopopeya, figura que consiste en atribuir cualidades humanas a seres inanimados, es una figura muy usada y de un rendimiento emocional extraordinario. Traeré algunos ejemplos notables.

En el primer capítulo de Años de penitencia, el primer tomo de las memorias de Carlos Barral, asistimos a un uso magistral de la personificación. Hablando de los primeros tiempos de una muy triste postguerra, hacia 1940 y 41, leemos lo siguiente:
“En la Vía Layetana de mi recuerdo unos pocos cafés destartalados y muy pocas tiendas se asomaban a la calle con extraña timidez, diría que con vergüenza. El comercio renacía como excusándose.”

No deja de recordarnos –por la personificación aplicada a una ciudad- el célebre comienzo de La Regenta de Clarín:

“La heroica ciudad dormía la siesta.” Y poco después: “Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacia la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica.”