La novela es un formidable universo en expansión que abarca ya
cinco siglos, pero en el origen de esa inmensidad todavía viviente —¿quién
puede saber cuántas novelas se han escrito, cuántas se están escribiendo y leyendo
ahora mismo?— hay un Big Bang, un punto ínfimo, un libro muy breve y de
pequeñas dimensiones que parecía tener y reclamar para sí tan poca importancia
como la vida de su narrador y protagonista, un don nadie, un desecho social, un
pregonero de Toledo dócil y cornudo, uno de los últimos entre los últimos, hijo
de un preso por ladrón y de una mujer amancebada con un esclavo negro.
Qué extraordinaria expresión castellana, don nadie. Podría ser el
título de una novela metafísica. Hasta el Lazarillo, hasta la plena
irrupción de la novela picaresca y el Quijote y sus inmediatos
derivados en Inglaterra y luego en el mundo, las ficciones trataban de
personajes socialmente exaltados, reyes o príncipes, poderosos a caballo,
etcétera. Con Lázaro de Tormes, con la novela, llegan a la literatura los don
nadies, los que no cuentan, los de abajo, los tarados, los excluidos, las
mujeres. Lo que hacen las novelas es contar las historias de los que por su
poco relieve social carecen de ellas.
Lázaro de
Tormes es el Adán de los personajes novelescos, pero él viene de
otro origen mucho más antiguo, el cuento popular y la cultura carnavalesca,
mundos sumergidos y fácilmente olvidados porque apenas dejan testimonios
escritos. La alta cultura, como su propio nombre indica, trata de la parte alta
de la sociedad y del cuerpo humano. Mijaíl Bajtín nos recuerda que los héroes
otean el mundo desde la altura de sus caballos. El valor del héroe épico y del
enamorado culto residen en el órgano más noble, que es el corazón; la belleza
que celebran es la que se revela a la mirada. El órgano principal en la vida de
Lázaro, como en la de Sancho, es el estómago. Comilonas, vómitos, ronquidos,
eructos, pedos, diarreas, secreciones corporales de todo tipo, pasan de la risa
popular y el descaro carnavalesco a la literatura filtrándose por el tejido
poroso de la novela. El ciego introduce su nariz tan larga como si fuera de una
máscara de carnaval en la boca abierta de Lázaro queriendo averiguar por el
olor si se ha comido una longaniza, y Lázaro le baña toda la cara en la
abundancia pestilente de su vomitona. Nos parece que oímos ataques de risa del
siglo XVI.
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