miércoles, 10 de marzo de 2021

Natalia Ginzburg habla de un relato de Hemingway: Colinas como elefantes blancos.

 

Leo lo siguiente en los Ensayos de Natalia Ginzburg cuando escribe de su amistad con Italo Calvino, a raíz de su muerte:


Mi idolo, entonces, era Hemingway, y supe que también lo era para Calvino; y tanto el uno como el otro hubiéramos dado diez años de nuestra vida por haber escrito el relato de Hemingway “Colinas como elefantes blancos”.


No sé si hubiera dado algunos años de mi vida por escribir “Hills like white elephants” (aunque me subyuga la hipérbole), pero es sin duda el cuento de Hemingway que más frecuentemente recuerdo y que me parece totalmente logrado, una auténtica obra maestra.

Me lo dio a conocer Rosa Mengual, compañera del Instituto de Catarroja, que desempeñaba el puesto de catedrática de inglés. Me dijo que lo había pasado en clase de 1º de Bachillerato y que ninguno de los alumnos había captado el asunto de fondo del relato. Me lo llevé a casa, lo leí con el resquemor de no entender nada, pero inmediatamente comprendí el tremendo drama que subyace a la banal conversación de un hombre y una mujer en una estación de trenes perdida en el páramo de Aragón. Al día siguiente le dije a Rosa que, al margen de sus limitaciones de entendederas, algo bueno tenía la incomprensión de los estudiantes, y es que afortunadamente no habían pasado por una situación similar a la de los protagonistas del relato. 

Por entonces, solía comentar con mis compañeros de filosofía, Ana y Fernando, muchísimas cuestiones de tipo literario (siempre me ha sido más fácil -y enriquecedor- hablar de literatura con los filósofos que con mis compañeros del departamento de Lengua). Fernando, que por entonces leía los cuentos de Hemingway y estudios sobre él, ponderaba el uso del procedimiento de “the thing left out” (“la cosa escamoteada”, podría ser una digna traducción) por parte del americano. Este procedimiento, ni que decir tiene, coincidía con su concepto del relato como iceberg, donde lo visible debe dejar entrever – sin recurrir a lo demasiado explícito- el meollo del asunto, que permanece oculto.

Un uso magistral de la poética de la sugerencia a la que Hemingway le sacaba un partido extraordinario.

Con los años “Colinas como elefantes blancos” se convirtió en una presencia asidua en mis clases de Literatura Universal, y les hablaba a mis alumnos de la poética de la sugerencia, de la técnica del iceberg y del procedimiento de “the thing left out”.

Por ello me ha conmovido leer que era también relato preferido de esos dos grandes escritores, Natalia Ginzburg e Italo Calvino. Me gusta coincidir...

jueves, 25 de febrero de 2021

COILECTURA

 

Nunca había leído un libro con el lomo tan terso. Tampoco había practicado jamás una lectura tan ávida. Parecía como si, penetrando su profundidad, se accediera a un fondo de luz, como si mi trayecto a través de su tipografía - muslos, axilas, pestañas- condujera a las profundas cavernas del sentido. Nada más ilusorio por mi parte. Al final del camino, proceso de lectura o coito, sólo se encontraba una espuria mezcolanza de humores dispares.


(texto de juventud)

martes, 16 de febrero de 2021

Foto histórica de un tablao flamenco, comentada por Fernando Quiñones

 Estos días, en que leo sobre flamenco (y también lo escucho), me he encontrado con la descripción que realiza Fernando Quiñones de una fotografía de finales del siglo XIX, que recoge el ambiente de un café cantante de la época. La busqué en Internet y aquí está. Es una costumbre mía comentar imágenes o traer comentarios de imágenes de otros personas a estas páginas. Además, la foto sí se encuentra en el ciberespacio, pero el texto no.


Emilio Beauchy: café cantante hacia 1885.




“Un afortunado Keria o Cartier-Bresson de la época, quizás un Masats, obtuvo cierta concreta y fantástica imagen, ¿en qué ciudad? Desde luego, en una del Sur y en un local modesto. En ella se distinguen perfectamente ambos planos humanos: artistas y público. El alto estrado aparece ocupado en su totalidad por mujeres, a excepción del guitarrista, dejado caer al borde del tablao con las piernas colgando sobre la sala, junto a un pianucho rodeado por una valla de madera. Ante la que parece ser la cantaora y que ocupa el centro del cuadro, dos de las mujeres bailan primorosamente; hay en su gesto una solera de majestad, precisión y arisca gracia. Todas las demás hacen palmas, y otra “palmera” aparece sentada junto al tocaor.

La parte inferior de la instantánea es todo un poema realista y se presta a una amplia divagación entre imaginativa y sociológica que aquí no voy a intentar por largo. Una decena de hombres, melancólicamente distraídos o posando indiferentes ante el objetivo, se apiña en torno a botellas y descomunales vasos llenos de vino; ajeno al grupo, un bebedor aislado contempla el “tablao” inclinando todo el cuerpo hacia delante, sumido en lo de arriba; se diría el único interesado por lo que allí se canta y baila.

Abajo no hay ni una mujer y los talantes son muy variados: uno parece un bobo de Velázquez; aquéllos denotan en la ropa al albañil o al artesano humilde; encorbatado y de bombín, otro de los rostros no parece contrariar, pese a su atuendo, la modesta extracción popular de los demás. No hay animación en las caras ni en las actitudes, sino pasividad, indiferencia, un punto de amargor en algunas.

Congelada en el tiempo, la foto parece acusar también las circunstancias de su realización, que no debió ser efectuada en un momento “natural” del café de cante, empezando por la necesidad de advertir a todos la de quedarse inmóviles para “tirar la placa”. Sin embargo, su significado y su valor de muestra se mantienen tan válidos respecto al ambiente como en cuanto a lo coreográfico.”

(Fernando Quiñones, El flamenco, vida y muerte, Plaza y Janés, 1971, págs. 42-43)


viernes, 12 de febrero de 2021

Aprender una lengua más (George Steiner sobre Edmund Wilson)

 En su libro de conversaciones con Laure Adler, Un largo sábado, George Steiner, el comparatista trilingüe (inglés, alemán, francés), que conoce otras varias lenguas (pero, judío como es, extrañamente, no el hebreo), encontrándose ya en la fase final de su vida, le cuenta a su entrevistadora la siguiente anécdota lingüística. Conmovedora:


Al final de su vida, mi predecesor inmediato como crítico principal de la revista americana The New Yorker, Edmund Wilson, a pesar de saberse moribundo, contrata a un profesor para aprender húngaro, una lengua endiabladamente difícil. Y da esta explicación. “Me han dicho que ciertos poetas son tan grandes como Pushkin o Keats. ¡Quiero enterarme!”. Pensaba en Ady, Petöfi. Es magnífico. “Quiero enterarme, no quiero que me cuenten historias”. Y si no fuera tan vago, yo mismo trataría de aprender una o dos lenguas más. A mí también me gustaría enterarme.” 

(págs. 54-55)


martes, 2 de febrero de 2021

A SU ESQUIVA DAMA, de Andrew Marvell, traducido por Javier García Gibert

 

Organizando antiguas carpetas me he topado con una traducción de un extraordinario poema que me pasó Javier, hacia mediados de los 80 del siglo pasado, Se trata de “To his coy mistress” de Andrew Marvell, poeta metafísico inglés del XVII (1621-1678). Es uno de los “carpe diem” (o con mayor precisión, “Collige, virgo, rosas”) más asombrosos que existen, con su esquema tripartito, su excelente uso de la desmesura hiperbólica y un erotismo muy explícito que todo lo inunda. La traducción de Javier, magnífica, con su verso libre que huye de la rima en pareados del original, potencia el tono romántico que en aquél ya estaba muy presente.


A SU ESQUIVA DAMA.


Si sólo tuviéramos mundo bastante, y tiempo,

este desapego, Señora, no sería un crimen.

Podríamos sentarnos y pensar de qué manera

pasear nuestra larga jornada de amor.

Vos por el Ganges

hallarías rubíes, y yo me quejaría

en el estuario del Humber. Os amaría

ya diez años antes del Diluvio

y vos podríais, si quisierais,

rehusar hasta la conversión de los Judíos.

Mi amor vegetal crecería

más ancho que los imperios y más lento.

Cien años me tomaría

para elogiar vuestros ojos y contemplar vuestra frente;

doscientos para adoraros cada pecho;

y treinta mil para el resto:

una Edad, cuando menos, para cada parte,

y la última Edad me mostraría vuestro corazón,

porque, Señora, vos merecéis este trato,

y yo no amaría a más bajo precio.


Pero a mi espalda yo siempre escucho

a la alada carreta del tiempo apresurándose:

y más allá, delante nuestro, se extienden

desiertos de vasta eternidad.

Vuestra belleza ya no será hallada,

ni en vuestra bóveda de mármol sonará

el eco de mi canción; entonces los gusanos

pondrán a prueba aquella larga virginidad preservada

y vuestro honor anticuado se volverá polvo,

y cenizas mi lujuria.

La tumba es un lugar privado y bello,

pero nadie, que yo sepa, allí se abraza.


Ahora, por lo tanto, mientras el tinte juvenil

se asienta en vuestra piel como el rocío en la mañana,

y mientras vuestra alma dispuesta transpira

por cada uno de sus poros fuegos urgentes,

ahora, holguemos mientras podamos

y, como aves amorosas de rapiña,

devoremos sin demora nuestro tiempo

antes que languidezcamos en sus brazos.

Hagamos de nuestra fuerza

y nuestra dulzura un ovillo,

y arranquemos los placeres tras ruda lucha

por entre las verjas de hierro de la vida.

Así, aunque no podamos hacer que nuestro sol permanezca

le haremos correr por lo menos.


domingo, 24 de enero de 2021

Leyendo traducciones. (Herzog, de Saul Bellow, traducido por Rafael Vázquez Zamora)

 


En mis años mozos, cuando acaparaba muchos libros, con frecuencia compraba una novela, un ensayo o un libro de poemas junto con su versión original en inglés, francés o italiano. Mi idea era que por el momento podía leer las traducciones. Pues que me aplicaba a aprender diversos idiomas, ya llegaría el tiempo de leer los originales directamente. Ese tiempo soñado nunca llegó. Son pocos los libros en su lengua original que he llegado a completar. Recuerdo The meaning of art, de Herbert Read, en mi primer viaje a Londres, o The Europeans, de Henry James, bajo las aspas del ventilador en las cálidas tardes de Camboya. La única lengua que he llegado a leer casi de corrido es el francés, y Racine, Molière o Ionesco, a la par que muchos ensayos, fueron leídos de esa manera, pero nunca me atreví con una novela realista (ya lo intenté en portugués con Eça de Queiroz y hube de pasarme al castellano), ni tampoco con el inglés de Shakespeare. En italiano leí tempranamente La cultura del Rinascimento, de Eugenio Garin, pero tardé casi 20 años en volver a leer un libro completo, Contributo a una critica di me stesso, de Croce, lo que me generó un gran malestar al tener viva conciencia del hiato.


Si no llegué a cumplir ese sueño de leer sin dificultad los textos en sus propias lenguas (ni ese otro de ser un comparatista que se manejara en 5 o 6 idiomas), por lo menos ese acopio de originales me ha permitido al leer traducciones tener frecuentemente cerca la fuente para consultar pasajes oscuros o traducciones dudosas.


Eso me lleva a continuas discusiones mentales con el traductor, e incluso a disgustos con su deficiente tarea, algo que me duele porque, precisamente, considero al traductor uno de los especímenes humanos más valiosos -esa enorme y trascendente labor de mediación entre lenguas y culturas-, y a la traducción como uno de los ejercicios intelectuales más completos y enriquecedores que existan.


Todo esto viene a cuento de mi lectura actual: Herzog, de Saul Bellow, que leo en la traducción coetánea a la obra de Rafael Vázquez Zamora, pero con el original inglés muy cerca. No diría que es una mala traducción (aunque Muñoz Molina, en un artículo sobre Bellow, nos advierte de lo difícil que es traducirlo y de lo maltratada que ha sido su prosa en las versiones españolas), aunque sí muestra serias deficiencias.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Doña Emilia Pardo Bazán contempla el ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ

 

Mi admiración por doña Emilia (Pardo Bazán se sobreentiende) aumentó, si cabe, cuando leí en una nota de España en su historia, de don Américo (Castro), el papel pionero que nuestra autora habría tenido en el redescubrimiento del Greco.

En efecto, la doxa nos dice que los noventayochistas son los descubridores modernos del pintor, que se consolidaría con la monografía de Manuel Bartolomé Cossío en 1908. Pero ya en 1891, en su revista Nuevo Teatro Crítico, la doña, comentando un viaje por la ciudad de Toledo, escribe lo siguiente, a propósito del cuadro y un inesperado cicerone que les amargó la visita a la ciudad:


Donde me causó más ira el maldito parásito, fue cuando me estropeó el placer mayor que debí al arte en Toledo. La escena ocurría ante el cuadro asombroso del Greco que se guarda en Santo Tomé. (…) Al ver la obra maestra de Domenico Theotocopuli, me confirmé en que la pintura, si ha adelantado, como aseguran los modernistas, no ha conseguido que sus adelantos los veamos patentes los profanos, ni que los sentimientos que nos causa ganen en intensidad. Cualquier pintor moderno me parece un impotente al contemplar la página divina que se llama el Entierro del Conde de Orgaz.


Los que sólo conozcan al Greco por otros cuadros, no pueden apreciar en toda su fuerza el genio del verdadero precursor de Velázquez. Sin que la parte alta del cuadro merezca las severas censuras que algunos críticos le dirigen, la baja, o sea el verdadero asunto del cuadro, es tal, que no tiene nada que envidiar en factura a las mejores obras del autor de Las Hilanderas y las vence -con definitiva victoria- en la unción y sentimiento religioso. En el cuadro de Santo Tomé, el Greco reúne lo inefable de Murillo y lo real de Velázquez. Aquella cabeza de San Agustín es un trasunto de la santidad y de la gloria: carne humana sublimada por la participación de la felicidad divina; la cara más apostólica, noble y radiante que acaso ha producido el pincel.


El cuadro pertenece a una particular, la señora condesa de Bornos. Bien sabe Dios que no se cuenta en el número de mis mayores defectos la envidia; sin embargo, como en el ser humano existe el germen de todo mal (y de todo bien), yo envidié diez minutos a la dueña de tal tesoro, pensando que podría mirarlo y gozarlo a solas, sin guías que chapurrean ridículos encomios, sin prisas, que impone la necesidad de no perder el tren de regreso.” 

[tomado de Viajes por España, p. 138-139]


De mí sé decir que el mayor placer que experimento siempre que voy a Toledo lo constituye los 10 minutos que paso ante el maravilloso cuadro del Greco, libre de cicerones, pero inmerso en el overbooking turístico. También comparto la envidia de doña Emilia, pero me dura más que a esa santa mujer.