Releyendo
estos días Capítulos de historia de la
lengua literaria, de Ricardo Senabre,
me complace la manera tan minuciosa a veces en que el investigador se aproxima
a los textos. Incluso en textos de carácter irracional Senabre llega siempre
hasta donde la racionalidad le permite llegar, intenta explicar, desde la razón,
cualquier detalle verbal (cualquier matiz del significante), y, donde no puede
más, se detiene, y te da a entender, hasta aquí he llegado con la razón. El
resto es cosa del misterio de la creación artística. Ese intento de marcar los
límites entre lo que puede ver la razón y el elemento misterioso me parece
subyugador. No como otros críticos literarios que, a las primeras de cambio, se
envuelven en las brumas, y se dedican a multiplicarlas y desparramarlas.
Pues
bien, no sé de qué manera algo oblicua, esta lectura de Senabre me ha hecho
recordar también mi trato con micropasajes literarios, aunque es verdad que yo
no les sacaré la punta que les sacaba el maestro.
Cuando
comentaba en clase, explicando Las nubes
(1937-40), de Luis Cernuda, “El
ruiseñor sobre la piedra”, que expresa su visión personal sobre El Escorial
como pura creación estética, hay un pasaje en que el poeta escribe desde el
exilio inglés:
Tus
muros no los veo
Con
estos ojos míos,
Ni
mis manos los tocan.
Están
aquí, dentro de mí, tan claros,
Que
con su luz borran la sombra
Nórdica
donde estoy, y me devuelven
A la sierra granítica en
que sueñas
Inmóvil, por la verde foscura de
los montes (…)
Creía
yo ver toda una trama poética en torno a la mole de El Escorial que, tal vez,
empezaba con Ortega y Gasset, en “Verdad
y perspectiva” (1916) del primer tomo de El
espectador.
Allí
Ortega comenzaba uno de los párrafos del ensayo así:
“Desde
este Escorial, rigoroso imperio de la
piedra y la geometría, donde he asentado mi alma, veo (…)”
No
me cabe duda de que Federico García
Lorca tuvo presente esta formulación cuando en “Teoría y juego del duende” (1930)
escribe lo siguiente:
Valentísima
vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando
buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los
ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone
careta de musa para eterno castigo del gran rey.
Yo
veo clara la trama imaginística: Ortega liga piedra con geometría;
luego Lorca geometría con sueño; y por último, Cernuda vuelve a la
piedra original (sierra granítica)
para vincularla de nuevo al sueño.
Como un ballet literario (pas de trois)
ejecutado por tres escritores insignes, uno de los cuales (el gran Federico) se
sale de madre y nos da la más bella y sugestiva imagen de El Escorial que
podamos imaginar (en un alejandrino perfecto).
Con
lo que yo no contaba es que esta imaginación podía tener un precedente donde
menos pudiéramos esperarlo: en el enorme folletinista del XIX, Alejandro Dumas
(padre), de quien procede el siguiente pasaje:
Nada es comparable al
Escorial, ni Windsor en Inglaterra, ni Peterhof en Rusia, ni Versalles en
Francia”, escribió Alejandro Dumas padre en 1846. “Solo se parece a sí
mismo este edificio creado por un hombre que sometió su época a su voluntad: una fantasía esculpida en piedra y
concebida durante las horas de insomnio de un monarca en cuyos dominios no se ponía el sol.
(J. W. M. Campbell: La Biblioteca. Un
patrimonio mundial. p. 121. Cita tomada del libro de Henry Kamen sobre El Escorial.)
N.B. Las negritas son mías.