Al
lado de estos recuerdos profundos están otros más epidérmicos,
pero a veces más pintorescos. Recuerdo, por ejemplo, la impresión
que nos hacía de muchachos el ver la multitud de libros que don
Marcelino llevaba siempre en el bolsillo, cuando hacía su viaje en
el tranvía de vapor desde su casa a la playa de El Sardinero; ya
deteniéndose en casa de Galdós, ya continuando sin interrupción el
viaje de vuelta a la capital. Muchas veces le acompañamos, sentados
silenciosamente a su lado. Uno de sus biógrafos dice, informado por
admiradores apasionados del maestro, que este leía los volúmenes
inagotables que exigía su sed de saber, de cabo y rabo y con
minuciosa atención. Esto no es cierto. Sin duda se eternizaría
leyendo y desmenuzando los libros fundamentales. Pero en las obras y
documentos que le servían de información habitual o que tenía que
leer por compromiso o con la esperanza de encontrar algún dato útil
a su labor, es cierta, certísima la fama de la asombrosa rapidez con
que los devoraba.
Un
volumen corriente de 300 o 400 páginas no duraba para su atención
de lector más que unos quince a treinta minutos, y a veces menos.
Con instinto maravilloso, agudizado por la experiencia de inigualado
lector, sabía, desde que abría el volumen, dónde estaban esas dos
o tres páginas esenciales que tienen todos los libros, ese “algo
bueno” que contiene hasta el libro más malo, según la sentencia
que Don Quijote no inventó, pero sí inmortalizó. Y, sin vacilar,
sin rodeos vanos, por la selva de la retórica, se iba derecho hacia
esas páginas, sin que el instinto le fallase jamás. El lector más
atento de cualquiera de esas obras no podría dar cuenta de su
contenido, después de varias horas de su lectura, como la daba el
maestro, tras aquel vuelo rapidísimo sobre sus páginas, que tenía
mucho de juego de mental prestidigitación.
Con
esta técnica despachaba tres o cuatro volúmenes en cada viaje. El
examen del último ocurría, por lo común, durante la estación que
al terminar hacía, antes de entrar en su casa, en el famoso café
del Áncora, famoso sobre todo por haber sido durante tantos años
objeto de las visitas sistemáticas del insigne escritor.
(Gregorio
Marañón, en “Menéndez y Pelayo y España (Recuerdos de la
niñez)”, recogido en Tiempo
viejo y tiempo nuevo.)
Sólo que el hagiógrafo había multiplicado por diez los datos enunciados por Marañón.
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