En su libro Elogio y nostalgia de Toledo, cuenta Gregorio Marañón una anécdota de Pérez Galdós, a quien conoció bien, que me resulta entrañable. Por eso la copio aquí:
LA PIEDRA EN LA BICHA
Símbolo del amor de Galdós a la Catedral es una pequeña historia, en la que bajo el aire de infantil travesura que tantas veces tomaban sus expansiones, aun siendo ya viejo, puede encontrarse la expresión de un ansia subconsciente de unir su personalidad efímera a la inmortal perennidad del monumento. En la fuente de los Doce Caños recogió un día una piedrecilla, pulida como un diamante, y quiso dejarla en la iglesia donde nadie la pudiera descubrir ni quitar. Para ello, con la complicidad del campanero, a la hora en que la nave estaba solitaria, introdujeron, con no poco esfuerzo, la pedrezuela en la boca de una de las bichas de bronce que sostienen el cuerpo del púlpito del Evangelio, en el crucero de la Catedral. Bastaba explorar con el dedo meñique las fauces del pequeño monstruo para tocar allá adentro el canto de Galdós. Su mano guió la mía, con satisfacción que no olvidaré nunca, la primera vez que me confió el secreto; y recuerdo que yo era tan pequeño que tuve que subirme en una silla para cumplir el rito.
Ahora la piedra ha sido extraída, y seguramente por mi culpa, pues no tuve la continencia suficiente para guardar el secreto, e hice que la tocasen demasiadas personas entre las muchas devotas del gran creador a quienes, en tantos años, he servido de guía toledano. Hasta presumo quién dio la orden de extirpar la profana reliquia, que no era profana, porque el hombre que la puso allí sentía, ya lo he dicho, la emoción religiosa de España, que en Toledo tiene su más alto símbolo, con la misma profundidad que los obreros medievales que, sillar sobre sillar, alzaron la bóveda del crucero, como una oración que aspirase a no extinguirse a través de la Eternidad.
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