Doña Emilia fue una mujer intrépida y de una curiosidad inmensa. Viajó muchísimo, vio todo lo que pudo ver y escribió con firme pluma sobre ello. En 1889 se acercó a París para asistir a la Exposición Universal (para la que se construyó la Torre Eiffel). De todo lo que vio da cuenta en sus libros de viajes Al pie de la Torre Eiffel y Por Francia y por Alemania. De este último recojo un fragmento en que habla del famoso personaje Búfalo-Bill. Me llama especialmente la atención su visión del personaje como figura teatral principalmente (como años después lo mostraría en un filme Robert Altman) y, sobre todo su premonición del cine y cómo intuye el futuro del western como epopeya americana, cuando dice: "Las praderas tendrán su Romancero en el siglo que viene, y acaso Búfalo-Bill será el Cid Campeador de esas futuras canciones de gesta". Muy penetrante nuestra querida gallega. No tiene desperdicio nada de lo que escribe.
Mucha
gente elegante acudió también a las representaciones de
Búfalo-Bill, que son otra prueba de esa transformación del gusto
teatral a que he aludido. Vengo notando que , en el teatro, la
geografía y ciencias afines sustituyen gradualmente a la historia
pura, y que si en el siglo pasado despertaban ardiente curiosidad las
aventuras y andanzas de Belisario, Bayaceto o Mitrídates, hoy nos
perecemos por averiguar cómo viven los indios bravos o cómo se las
ingenian los lapones para cazar el reno. Búfalo-Bill tampoco tiene
argumento;
nada inventado, ningún elemento literario, nada en que tome parte la
imaginación del escritor; y sin embargo, causa impresión estética
por la misma realidad que entraña. El espectáculo que ofrece
Búfalo-Bill no es sino reproducción de su propia vida en las
fronteras de Oeste salvaje.
Búfalo-Bill
es un buen mozo, que oculta la edad en sus biografías, pero que debe
de frisar ya en los cuarenta, si la vista no engaña. Nació en
County Scott, y emigró siendo casi niño a la frontera del Kansas,
estableciéndose cerca del fuerte Leavenworth. Su padre fue muerto en
las escaramuzas fronterizas. Respiró el muchacho una atmósfera de
lucha y sangre, por la incesante batalla entre los blancos empeñados
en avanzar y los indios tercos en resistir. Allí el manejo del arma
de fuego y la equitación eran tan indispensables como en un salón el
frac y el guante blanco. Acostumbróse a tales ejercicios y a la caza
del búfalo, y, matando sesentay nueve de estos animales en un día,
ganó el sobrenombre que lleva; pues el verdadero nombre de
Búfalo-Bill es W. E. Cody. Después de varias empresas militares,
eligió ocupación en apariencia más prosaica y comercial,
celebrando una contrata con la compañía ferroviaria de
Kansas-Pacífico para el suministro de carne a los peones encargados
de abrir la vía. Pero la carne suministrada a los peones no la
compró nuestro contratista en ningún mercado; la tenía en la boca
de su carabina; en una sola estación mató cuatro mil ochocientos
sesenta y dos búfalos, sin contar los ciervos y antílopes. Al mismo
tiempo que atendía baratamente a su contrata, capitaneaba las
avanzadas de las guerrillas destinadas a proteger contra los pieles
rojas la construcción del camino de hierro, y no sólo contra los
búfalos disparaba su carabina certera. En aquellas praderas del gran desierto americano, Cody, con su energía, su previsión, su
arrojo, su maña, ayudó poderosamente a que la civilización pasase
su dedo de hierro, tendiendo el rail
salvador.
***
Un
día, cierto jefe salvaje, conocido por un apodo digno de Fenimore
Cooper, Mano
Amarilla, retó
cuerpo a cuerpo al guerrillero, y en el combate, que se verificó
delante de ambos ejércitos, indio y blanco Búfalo mató a su
adversario después de larga y encarnizada lucha, y con destreza
indiana le arrancó la cabellera del ensangrentado cráneo.
Aunque
perteneciente a la raza de los rostros
pálidos Cody se
las apuesta con el indio de mejor olfato y sentidos más agudos, a
seguir una pista, percibir un rumor lejano y calcular una distancia.
Sufridor impertérrito de toda clase de privaciones, la nieve, el
agua, el calor, la sed, no consiguieron minar su robusta complexión:
al contrario,
broncearon su cutis, endurecieron sus músculos y le dieron ekl tipo
español de soldado de los tercios viejos, que le hace tan simpático,
porque la belleza varonil -es evidente- se consolida y acentúa en
los tiempos de combate y se afemina o naufraga en la obesidad, en las
épocas y naciones sobrado muelles, donde la seguridad interior se
encomienda a la policía y la exterior a la diplomacia.
Aventurero
por instinto y emprendedor por ser yankee, Búfalo salió a las
tablas en el teatro de Chicago, representando un drama titulado Las
avanzadas de las praderas.
Inmenso fue el éxito, y se comprende: el actor representaba su
propia vida, y es imposible pedir mayor suma de realismo teatral. Ese
instinto de reproducción escénica preludiaba el que le trajo a
París durante la Exposición, y que le valdrá una lluvia de
dollars, o de pesos
duros, como nosotros diríamos. Una vez probado el efecto sobre el
público, el interés con que veía el drama real, auténtico y
moderno, Búfalo organizó en toda regla su compañía y la paseó al
través de América, demostrando a los hombres del Este cómo se
había conquistado el remoto Oeste; a precio de qué luchas y
trabajos se había conseguido hacer del gran desierto una comarca
poblada y civilizada, donde dentro de algunos lustros serán
tradicionales las crueles represalias de los pieles rojas y las
épicas hazañas de los tramperos y guerrilleros blancos. Las
praderas tendrán su Romancero en el siglo que viene, y acaso
Búfalo-Bill será el Cid Campeador de esas futuras canciones de
gesta, como Taras Bulba es el de los cosacos.
Yo
confieso que esta nueva forma de arte, que se afirma en la novela por
medio de Cooper, Bret Hart y Mark Twain, en el teatro con las
funciones de la compañía de Búfalo-Bill, y otros espectáculos
semejantes, me parece esencial y característica del nuevo mundo.
Sin tradición literaria, sin preceptos retóricos, su ley es la
naturaleza y su interés la lucha. Nace ruda, viva, sin primores
artificiosos. Es acaso una revolución, acaso un método bárbaro y
primitivo que necesita afinarse; de cualquier modo, no es lo que por
aquí se acostumbra, y esto sólo lo hace interesante, a mi entender.
Búfalo
se ha traído a París todos los elementos necesarios para que sus
representaciones reproduzcan fielmente los lances de la frontera.
Bisontes para simular la caza; cow
boys o boyeros para
el tiroteo y la doma del mustang,
vaqueros del Sudoeste, con su rico traje y sus espléndidos jaeces
mejicanos; indios auténticos para figurar las escaramuzas y el
ataque de la diligencia; Vieux
Charlie, el caballo
con el cual Búfalo recorrió ciento
sesenta kilómetros
en nueve horas y
cuarenta y cinco minutos;
las tiradoras de carabina americanas, infalibles, según reza el
cartel y según ellas prueban todas las noches cumplidamente; en
resumen: el aparato y los personajes de la vida de las praderas. Y
París -la ciudad artificial, complicada, decadente- se extasía con
estos dramas de la naturaleza salvaje: el héroe del día es
Búfalo-Bill; su retrato se ve en todos los diarios, su nombre suena
en boca de todos, y hasta se cuenta que en el número de las emociones
del valiente guerrillero no escasean los amorosos lauros; pero en
estos asuntos se puede inventar tanto, que será mejor no afirmar
nada.
Tampoco
faltan maliciosos y escépticos que tomen a contrapelo las valentías
y guapezas de Búfalo, y le llamen cómico de la legua, sacamuelas y
farsante. Yo siempre me inclino a la credulidad. ¡Se pierde uno
tanto buen rato con la pícara desconfianza! La duda lo estropea
todo: con la duda no se goza ni en las ciudades viejas, ni siquiera
en la novísima Exposición.
(París,
septiembre de 1888: “Diversiones. Gente rara”, de Por
Francia y por Alemania,
recogido en Viajes
por Europa,
Ed.
Bercimuel,
2006)
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