Cuando en mis años mozos,
estando becado en la U.I .M.P.
de Santander, visité la casa del egregio personaje que daba nombre a la Universidad , me quedé
fascinado por ese ámbito provinciano y decimonónico tan bien conservado, pero
muy especialmente por la imponente biblioteca que se le construyó junto a la
casa familiar al joven erudito y que debe conservar unos veinte o treinta mil
volúmenes, muchos de ellos manuscritos, incunables o ejemplares valiosísimos.
El guía que nos hacía la
visita, más hagiógrafo que otra cosa, nos comentaba algunas de las hazañas
librescas del joven Marcelino. Como hacer un viaje a Londres para adquirir un
ejemplar único de Quevedo: la Virtud militante contra las cuatro pestes del
mundo y las cuatro fantasmas de la vida, fue la respuesta que dio a mi
inquisitiva pregunta. También nos contó la forma habitual de los paseos diarios
de Pelayo por su ciudad. Salía de casa con una treintena de libros, que
devoraba en el tranvía camino del Sardinero, allí en algún banco o terraza
seguía leyendo, y al retornar a casa, en el bar de la esquina se despachaba los
últimos tres o cuatro volúmenes que le quedaban. El joven y voraz lector que
era yo entonces le escuchaba con la boca abierta, preguntándome si tales
proezas tendrían un fundamento real o no eran más que el fruto de la florida
especulación del guiógrafo, quien, a otra pregunta mía sobre si el distinguido
polígrafo abusaba de las bebidas espirituosas, me respondió con una mirada fea
y un silencio avasallador.
Le comento a mi amigo
Javier García Gibert, menéndezpelayista de pro, si conoce la anécdota o la ha
leído en sus múltiples indagaciones sobre el genio montañés, y me indica que
debe ser una imaginación del cicerone, pues jamás se la ha encontrado en toda la
bibliografía de y sobre Pelayo que ha consultado. Así será.
Tiempo después, leyendo Auto de fe, la tremenda novela de Elias Canetti sobre el
erudito sinólogo Peter Kien, verdadero hombre-libro, me encuentro con que, al
verse obligado a abandonar su
casa-biblioteca, que guarda unos veinticinco mil ejemplares, debido a la
codicia y mala fe de su ignorante esposa, se aloja cada noche en un hotel
diferente. Por el día va a librerías, adquiere libros que ya tenía, pero sin
los que no puede vivir, y los lleva a su nuevo alojamiento, de manera que cada
día transporta una bibliotequilla –son
palabras suyas- de unos cuantos miles de libros de hotel en hotel. El carácter
grotesco de la narración hace que no se nos explique cómo se las arregla para
transportar los varios miles de libros todos los días, no sabemos si los lleva
en su cartera, en el hombro o en la cabeza, pero el caso es que así sucede
diariamente.
Ni que decir tiene que
escuché la anécdota (principios de los 80) y leí el libro (finales de los 80)
mucho antes de que fuera imaginable la existencia de libros electrónicos. Hoy
soy yo quien sale a la calle habitualmente con más de doscientos libros encima.
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