miércoles, 27 de abril de 2022

MATISSE EN BARCELÓ

 

Rescato de uno de mis cuadernos de notas un texto que escribí hace casi 27 años. Acababa de descubrir hacía unos meses la pintura de Miquel Barceló en una exposición en el centro del Carmen del IVAM (Valencia). El hechizo fue tal que visité la muestra tres veces en una semana (nunca me ha ocurrido nada parecido en mis vivencias artísticas). Ese verano, en Basilea, vi el cuadro de Matisse que me sugirió la relación que trazo.


No es de extrañar que las sopas, las ensaladas o mesas servidas y bodegones, sean motivos habituales en la obra de Barceló; y es que si hay algo que caracteriza a su actitud ante la pintura es la voracidad. Barceló es un pintor voraz, poderoso, inagotable, aparte de tremendamente capaz (es decir, técnicamente muy dotado). Ningún tema le es ajeno, ningún estilo. El objetivo es siempre acrecentar las posibilidades de lo visible (hacer visible, que decía Paul Klee). De ahí que ante las pinturas de Barceló nos podemos poner a pensarlas, comentarlas, especular sobre ellas (Barceló es un pintor muy culto y muy consciente), pero sobre todo convocan nuestra mirada, y la sacian (cosa que tan pocos pintores consiguen). Por eso es difícil apartarse de ellas; durante horas y más horas la mirada se pierde (se encuentra) en ellas.


Uno de los aspectos más fascinantes de la creación de Barceló (¡hay tantos!) es la manera en que se enfrenta a la tradición pictórica (para un artista de finales del siglo XX es casi inevitable), la asimila, la reelabora, dando su réplica personal sobre ella, que siempre resulta sugestiva. Así ocurre con Barceló lo que postulaba Borges para los escritores modernos: su capacidad de influir en el pasado. Leer Dante a partir de Kafka, por ejemplo. Y encontrar en sus merodeos por el Infierno y Purgatorio variantes de las derivas de K. o Joseph K.


El caso es que le reciente contemplación (en el Kunstmuseum de Basilea) de una pintura de Matisse (“Nature morte aux huîtres”, 1940) me hizo pensar: ¡Cómo se parece a Barceló! En la pintura podemos ver, desde una perspectiva cuasi cenital, una superficie azul -que sería el mantel- diagonalmente representada -y cortada- respecto al rectángulo del cuadro. Sobre ella vemos un plato con ostras, unos limones, una bolsa, un jarro y un cuchillo. Bajo el intenso azul del mantel no es perceptible una mesa y un suelo, sino dos colores: un tenue naranja y un rojo fuerte. El conjunto del bodegón, más que una invitación al gusto, es una invitación a los ojos: los objetos se encuentran emplazados ahí para crear un efecto de visión pura, para deleitar nuestra mirada.




Pues bien, el motivo de la mesa con alimentos, vista desde una posición alzada, diagonalmente emplazada, y donde el festín gastronómico se convierte en un festín visual, es frecuente en Barceló. Por ejemplo, en su magnífico “Restaurant chinois avec grenouilles”, 1985 (donde, de paso, a través de plantas y ventanas, hace toda una sugestiva recreación de la tradición pictórica china).






La pintura de Matisse es de imágenes nítidas; la de Barceló, como es habitual en él, de imágenes más pastosas, difuminadas. Pero, me pregunto yo: ¿no habrá sido ese estupendo cuadro de Matisse el que haya despertado -ciñéndonos al motivo de la mesa con alimentos- todo el aluvión de Barceló? ¿No erán los cuadros de esa temática de Barceló variaciones personales y enriquecedoras sobre la pintura de Matisse, es decir, el mejor homenaje que se le podría hacer a un modelo estimulante?.


Septiembre de 1995.

sábado, 16 de abril de 2022

LA GLORIA DE DON RAMIRO, de Enrique Larreta: taracea intertextual del siglo de oro.

 

Un próximo viaje a la ciudad de Ávila me ha llevado a releer La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, 35 años después. Si en mi juventud me hechizó la fascinante historia, con su mezcla de ascetismo y sensualidad, pero sobre todo con su manejo prodigioso del lenguaje que evocaba con una belleza sin desmayo el de nuestro siglo de oro, ahora me sigue gustando la historia (aunque puedo verle sus defectos), pero la enorme creación estilística es lo que se me impone nuevamente. Pocas obras literarias son tan representativas como ésta de esa verdad básica de la literatura: las obras se sostienen por y desde el lenguaje.


Muchas cosas pasan en este narración (Amado Alonso, en su clásico estudio habla de “inundación de materia novelesca”, p. 106), novela eminentemente descriptiva (Alonso, 109). Eso quiere decir que, aunque se acumulen los hechos, el ritmo narrativo es lento, porque más que narrarlos se nos describen. Algunas de las cosas que pasan son excesivamente casuales (dos encuentros con su padre moro –en el primero le salva la vida, p. 102-3; en el segundo se produce la anagnórisis, p. 266; asistencia al auto de fe en que queman a su antigua amante árabe, Aixa, p. 258-9; encuentro con Santa Rosa de Lima, que se nos narra retrospectivamente, tras su muerte, p. 276). Ese cúmulo de casualidades narrativas hace que, desde ese punto de vista, la novela flaquee; pero como hemos dicho otras son sus virtudes. Dos especialmente, que hacen de ella una gran novela:


1- el intento de reconstrucción de una época: el siglo XVI español especialmente – época de Felipe II (que evidencia la pasión arqueológica y coleccionista del autor): cómo era la ciudad de Ávila en ese momento, sus instituciones (nobleza, limpieza de sangre, inquisición, autos de fe, forja de armas…), sus costumbres...


2- recreación estética del lenguaje de época: cómo levanta el periodo histórico no sólo a través del mundo referido sino de ese trabajo del lenguaje de época tan hermosamente recreado, el estilo modernista finisecular acercándose a la lengua del XVI (del Lazarillo, de Santa Teresa, de Cervantes, por entendernos). Unamuno, en un ensayo sobre la obra de Larreta, observaba, a propósito del lenguaje: “sin dejar de ser moderno quiere a la vez ser antiguo, tener sabor del siglo XVI español, y lo consigue.” (Por tierras de Portugal y España)


jueves, 7 de abril de 2022

HACER EL AMOR: un ejemplo de cambio semántico perfectamente fechable

 

Cuando, a finales de los 70, la expresión “hacer el amor” significaba para mi generación “practicar el sexo”, “realizar el coito” (“Haz el amor y no la guerra” era un lema muy popular de la década anterior, la de los hippies, los Beatles y la guerra del Viet-Nam) recuerdo habérsela oído a mi padre (nacido en 1921) con el sentido de “cortejar”, “enamorar” a una chica. Mucho me extrañó ese uso y él me explicó que era el habitual en su juventud.

Unas líneas de Julián Marías, en su libro La mujer en el siglo XX, escritas en 1979, nos dan luz sobre ese caso de desplazamiento o cambio semántico.


Se está deslizando en la mente del hombre de nuestra época (varones y mujeres por igual) la idea de que hombres y mujeres se interesan mutuamente sólo para hacer algo, concretamente la relación sexual. Es a lo que se llama ahora, con una expresión que en español quiere decir otra cosa, “hacer el amor”. La forma francesa faire l´amour o la inglesa make love se refieren al acto sexual (ahora, y no originariamente); en español, “hacer el amor” significa cortejar, enamorar. Decía D. Juan Valera, malignamente, que hacer el amor es lo que conduce a faire l´amour; se entiende, más adelante, en otro momento. Este desplazamiento semántico está haciendo que esta expresión resulte en español ambigua y poco utilizable, porque no se sabe bien si se la emplea en su sentido español recto o en el que se le está inyectando, por contagio de otras lenguas.”


(Alianza Editorial, 1980, p. 114)


Otro matiz de tipo semántico sería la distinción actual entre “follar” (práctica casi puramente sexual) y “hacer el amor” (donde propiamente ya comparece el amor).

viernes, 1 de abril de 2022

Encuentro con Stefan Zweig

 

Mi primer encuentro con Stefan Zweig tuvo que vencer prejuicios y fue bastante indirecto. Cuando yo empecé a leer, tardíamente, en la adolescencia, y cosas exigentes y de considerable calibre (Kafka, Camus, Ionesco, Beckett), Stefan Zweig figuraba en colecciones populares de Plaza y Janés, lo que hacía de él un escritor poco menos que obviable. Los Momentos estelares de la humanidad se podían ver en cualquier biblioteca, cosa que convertía al inocente volumen en sospechoso de facilidad o trivialidad. Estos eran los prejuicios. Accedí a él indirectamente, pues fue el cine quien me puso en su camino. Me deslumbró Carta de una desconocida, de Max Ophüls, con esa magnífica Joan Fontaine que pasaba de interpretar una niña a una señora -en la misma cinta- con una naturalidad pasmosa. La película me condujo al relato que, si no menos bello, resulta más amargo. Acababa de descubrir a un gran escritor. Luego las páginas del momento estelar dedicado a la gran creación de Händel, El Mesías, me confirmaron cuán errados eran mis prejuicios de juventud. He leído con posterioridad otras novelas, ensayos, biografías y nunca me ha decepcionado. Es un escritor que se esmera en ser claro y sencillo, enormemente legible, pero que no es nunca banal y siempre se muestra como gran artista. Ahora releo sus estupendas memorias, El Mundo de Ayer, y hay una parte de ellas que especialmente me hechiza: cuando, recordando sus años escolares en el Gymnasium (nuestro Instituto), lleva a cabo una crítica acerba contra el sistema educativo del momento (la Austria de finales del XIX), sus métodos, programas y rigor disciplinario, y la mediocridad de los profesores (de los que no recuerda un solo nombre). Ahora bien, todo eso se compensa por el entusiasmo cultural y artístico de sus condiscípulos, y el descubrimiento generacional de las novedades en ese terreno. Las páginas que les dedica en sus memorias son sabrosísimas. Traigo como muestra un pequeño fragmento que recoge perfectamente ese espíritu al que hace referencia: