viernes, 19 de junio de 2020

Signos de gratitud: "Un recuerdo navideño", de Truman Capote




En mi ejemplar de relatos de Truman Capote, en el índice, junto al titulado “Un recuerdo navideño” (traducción de Enrique Murillo), aparece la siguiente anotación: “Gracias, Cortázar”. Y es que debo la lectura de ese cuento a una sugestión de Julio Cortázar en su brillante ensayo “Algunos aspectos del cuento”. En un momento dado hacía un pequeño listado de los que él consideraba inolvidables:

¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson, de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo, de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad, de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado, de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir…”

Muchos ya los conocía. El que me resultó más enigmático, en ese momento, aquel cuya referencia sólo me podía venir de ese texto cortazariano, era el de Truman Capote. No lo busqué inmediatamente, pero lo registré en mi rádar, y años después (en una biblioteca de Caracas, creo recordar) localicé el cuento en un volumen, que a mi vuelta a España leí. Me produjo un deslumbramiento: qué cuento tan hermoso y tierno, tan bien escrito y con un manejo prodigioso (aquí aparece la deformación profesional) de la correlación diseminativo-recolectiva en prosa. Desde ese momento entró a formar parte de mi personal colección de relatos inolvidables.

Digo esto porque suelo recordar con gratitud a quien me ha hecho conocer un texto particular que yo desconocía y cuya lectura me aporta un verdadero incremento a mi ser. Podría recordar (lo he hecho recientemente en el blog) que Juan Ignacio me dió a leer “Después del almuerzo”, de Cortázar; Eleonora me dio a conocer “La migala”, de Arreola; Antonio, en la Facultad, me introdujo en la poesía de Cernuda (a través de “No decía palabras”) y muchos más ejemplos: cuántos textos no me habrá dado a conocer Javier por primera vez: desde Ferdydurke, de Gombrowicz, o Auto de fe, de Canetti, hasta “To his coy mistress”, de Andrew Marvell o cierta canción de Góngora, que él estudió a fondo. Estoy hablando de casos personales, porque si volvemos a influjos librescos, como el de Cortázar citado en primer lugar, los ejemplos serían infinitos (y mis deudas enormes con G. Steiner, Vargas Llosa, Todorov, Umberto Eco, R. Barthes, Susan Sontag y un largo etcétera).

Esta pequeña reflexión viene a cuento de la tristeza que me produce el hecho de que, en mis muchos años de profesorado, sean tan pocos los alumnos que me agradecieran el descubrimiento de algún texto que yo les haya dado a leer. Y eso que yo bromeaba al respecto en clase, expresando irónicamente la misma queja que aquí. Pero nadie entraba al trapo. Nadie me decía: gracias por ese texto.

Hay pequeñas excepciones: Lluis una vez me esperó al final de una clase para felicitarme, totalmente excitado, por el comentario de texto que acababa de hacer; Carles, ya ex-alumno, regresó al centro para darme el pésame cuando murió Samuel Beckett, o Jacobo se mostró entusiasmado por haber entrado en contacto con las leyendas de Bécquer…

Me dejo algún caso, sin duda. Pero la queja que he expresado es cierta. Me consuela algo, pero poco, sería consuelo de tontos, saber que a Torrente Ballester -como confesó en una entrevista televisiva- jamás le pidió un alumno un libro prestado.

martes, 2 de junio de 2020

"Después del almuerzo" de Julio Cortázar y "Él" ("He") de Katherine Anne Porter: un estudio de influencias


Después del almuerzo

Juan Ignacio, que fue quien me lo dio a leer por primera vez hacia 1977, lo definió magníficamente: “un muchacho saca a pasear a su hermano y se agobia”. Sobre base tan sencilla se asienta el argumento del relato. Los padres le piden al narrador que lo lleve de paseo y nuestro narrador intenta eludir la tarea, pero el padre lo penetra con la mirada y no le queda otra que sacarlo de paseo.

Una de las claves del relato está en ese pronombre que ya he utilizado dos veces: lo. Porque, en efecto, nunca se nos dice que es hermano del protagonista, ni su nombre, ni su edad, ni su tamaño, ni realmente qué le ocurre para concitar la atención de las personas con las que se cruza y molestarlas. Realmente el cuento opera -como en Hemingway- con “the thing left out”, ese dato esencial que no se dice y que entendemos debe corresponder con algún tipo de tara o deformación.