lunes, 28 de diciembre de 2020

Doña Emilia Pardo Bazán contempla el ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ

 

Mi admiración por doña Emilia (Pardo Bazán se sobreentiende) aumentó, si cabe, cuando leí en una nota de España en su historia, de don Américo (Castro), el papel pionero que nuestra autora habría tenido en el redescubrimiento del Greco.

En efecto, la doxa nos dice que los noventayochistas son los descubridores modernos del pintor, que se consolidaría con la monografía de Manuel Bartolomé Cossío en 1908. Pero ya en 1891, en su revista Nuevo Teatro Crítico, la doña, comentando un viaje por la ciudad de Toledo, escribe lo siguiente, a propósito del cuadro y un inesperado cicerone que les amargó la visita a la ciudad:


Donde me causó más ira el maldito parásito, fue cuando me estropeó el placer mayor que debí al arte en Toledo. La escena ocurría ante el cuadro asombroso del Greco que se guarda en Santo Tomé. (…) Al ver la obra maestra de Domenico Theotocopuli, me confirmé en que la pintura, si ha adelantado, como aseguran los modernistas, no ha conseguido que sus adelantos los veamos patentes los profanos, ni que los sentimientos que nos causa ganen en intensidad. Cualquier pintor moderno me parece un impotente al contemplar la página divina que se llama el Entierro del Conde de Orgaz.


Los que sólo conozcan al Greco por otros cuadros, no pueden apreciar en toda su fuerza el genio del verdadero precursor de Velázquez. Sin que la parte alta del cuadro merezca las severas censuras que algunos críticos le dirigen, la baja, o sea el verdadero asunto del cuadro, es tal, que no tiene nada que envidiar en factura a las mejores obras del autor de Las Hilanderas y las vence -con definitiva victoria- en la unción y sentimiento religioso. En el cuadro de Santo Tomé, el Greco reúne lo inefable de Murillo y lo real de Velázquez. Aquella cabeza de San Agustín es un trasunto de la santidad y de la gloria: carne humana sublimada por la participación de la felicidad divina; la cara más apostólica, noble y radiante que acaso ha producido el pincel.


El cuadro pertenece a una particular, la señora condesa de Bornos. Bien sabe Dios que no se cuenta en el número de mis mayores defectos la envidia; sin embargo, como en el ser humano existe el germen de todo mal (y de todo bien), yo envidié diez minutos a la dueña de tal tesoro, pensando que podría mirarlo y gozarlo a solas, sin guías que chapurrean ridículos encomios, sin prisas, que impone la necesidad de no perder el tren de regreso.” 

[tomado de Viajes por España, p. 138-139]


De mí sé decir que el mayor placer que experimento siempre que voy a Toledo lo constituye los 10 minutos que paso ante el maravilloso cuadro del Greco, libre de cicerones, pero inmerso en el overbooking turístico. También comparto la envidia de doña Emilia, pero me dura más que a esa santa mujer.


sábado, 12 de diciembre de 2020

El ritmo acentual de la rima VII de Bécquer: Del salón en el ángulo oscuro.

 

VII


Del salón en el ángulo oscuro,

de su dueña tal vez olvidada,

silenciosa y cubierta de polvo,

veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,

como el pájaro duerme en las ramas,

esperando la mano de nieve

que sabe arrancarlas!

¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio

así duerme en el fondo del alma,

y una voz como Lázaro espera

que le diga «Levántate y anda»!


Llegaba un día al aula y les anunciaba a los alumnos de 4º de ESO que íbamos a hacer una clase muy especial. Escribíamos en la pizarra el poema, y luego una serie de rayas como sigue.


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Les explicaba que cada rayita era una sílaba y que, por tanto, estábamos representando el esquema de sílabas del poema: tres estrofas de 4 versos (en total 12), la primera con 3 versos decasílabos y un hexasílabo; la segunda, con la misma estructura silábica; y la tercera estrofa cambia un poco, pues presenta los 4 versos decasílabos.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Graham Greene: la importancia del nombre. Nota de lectura de EL PODER Y LA GLORIA

 

No es sólo Graham Greene. Ya en la Biblia tenemos muchos episodios, en los que nombrar es el hecho primordial. Adán en el Paraíso, poniendo nombre a las cosas; o Jacob luchando con el Ángel para que le dé un nombre. ¿Y qué decir de los evangelios y hechos de los apóstoles: ese Emmanuel, que quiere decir “Dios con nosotros”, o Saulo de Tarso, que pasará a llamarse Pablo. La ampliación del Quijote -que estudiara Pidal-, desde una supuesta novela ejemplar a la historia magna que crearía el género de la novela moderna se asienta sobre ese prodigioso primer capítulo en que el hidalgo se erige en caballero y -como un nuevo Adán- se pone a nombrar lo que instaura.


Creo que la denominación (o innominación: recordemos el deán de Santiago en la versión borgiana del hechicero cuento) -que forma parte del estudio del personaje- es uno de los elementos esenciales de todo relato, y alguna vez se me ha ocurrido hacer un estudio de este tema en la historia de la novela, pero sería tan inacabable como ensayar una historia de la novela.


Cuando leemos algunas obras de Graham Greene nos damos cuenta de la importancia que tiene ese acto en su universo novelesco.


En El tercer hombre, por ejemplo, el nombre de Rollo Martins (amigo de Harry Lime), con la brusquedad del Rollo y la suavidad del Martins, sirve para ir poniendo de relieve, a lo largo de todo el relato, cuando el personaje se comporta como Rollo (el tosco autor de novelas del oeste, que mira a todas las mujeres) y cuando como Martins (el fiel amigo, capaz de anteponer la justicia a la amistad, que se enamora de la “viuda” de Lime). Esta dicotomía queda establecida al principio del relato:


Había en Rollo Martins un conflicto incesante entre su nombre absurdo y el sólido apellido holandés que su familia llevaba desde hacia cuatro generaciones. Rollo miraba a todas las mujeres que pasaban y Martins renunciaba a ellas para siempre. No sé cuál de los dos escribía los Westerns.”


Hacia el final del relato, cuando decide colaborar con la policía para cazar a su amigo Harry Lime, también se produce el desdoblamiento respecto a éste: “Si hubiera gritado en seguida hubiera sido fácil alcanzarlo, pero supongo que durante unos segundos ya no fue Lime, el traficante de penicilina, el que huía, sino Harry. Martins titubeó el tiempo necesario para que Lime interpusiera el quiosco entre él y sus perseguidores. Entonces gritó: “Es él.” Pero Lime ya se había hundido en las profundidades de la tierra.”


En El poder y la gloria, asistimos a la huida del innominado sacerdote a lo largo de todo el relato. Sabemos todos sus defectos: que es bebedor, que ha cometido fornicación, que es cobarde, que no es caritativo en exceso… En definitiva, que es un mal sacerdote. Sabemos todo eso, menos su nombre. Sabemos el nombre del otro sacerdote indigno que aparece en el relato, el padre José, que ha abandonado los hábitos, se ha casado y se ha convertido en funcionario de un estado anticlerical. Sabemos el nombre del sacerdote en el relato piadoso que lee una madre a sus hijos, y que resulta una versión idealizada de la novela que estamos leyendo: se llama Juan.