sábado, 22 de febrero de 2020

Móvil en la platea del teatro Talía: Copenhague




Ocurrió el jueves pasado, en la platea del teatro Talía, de Valencia, donde se representaba la extraordinaria Copenhague con un duelo interpretativo de altísimo nivel a cargo de dos glorias vivas del teatro español: Emilio Gutiérrez Caba y Carlos Hipólito.
Cuando faltaban unos 20 minutos para el final de la obra se pudo oír un móvil en que una voz de niño decía “iaia”, etc. El resto no se escuchaba claramente, pero era solamente alboroto y confusión. Los de las filas aledañas le afeamos el incidente a la señora “iaia” (abuela en valenciano). Y todo pareció volver a la normalidad. Pero lo que volvió al cabo de varios minutos fue la vocecita “iaia” y el alboroto consiguiente. La indignación contra la señora que no había apagado su móvil crecía. Pero no iba a terminar ahí. En medio del último parlamento largo de Heisenberg (Carlos Hipólito), en el momento climático de la obra, volvió a irrumpir la voz del simpático nietecito “iaia” y todo lo demás. El público entonces, ya del todo indignado, ante su estúpida excusa de “no sé cómo se apaga”, instó a la señora a que abandonara la sala, mientras los actores, en silencio, esperaban que terminara el incidente. La señora salió y la obra terminó con un final de una emoción inmensa, que había sido dinamitado en tres ocasiones por el móvil de la “iaia” y la vocecita infantil.
La obra era tan buena, y la interpretación tan extremada, que me recordó otro boicot artístico padecido en mis carnes hace más de una veintena de años (son los dos más graves que he sufrido, entre los múltiples teléfonos de los teatros y las toses del Palau de la Música): mientras intentaba escuchar el concierto para violoncello, de Dvorak, interpretado por Rostropovich (la enorme cola que había hecho para conseguir la entrada y el subido precio pagado por ella quedaban atrás en el olvido), la señora que se sentaba a mi lado sacó un caramelo para aliviar su garganta (medida profiláctica que yo también suelo realizar), pero decidió acompañar la ejecución del artista, durante todo el concierto, con la musiquita particular que ella producía enrollando y desenrollando aplicadamente el papel de plástico que envolvió en su momento el caramelo. Quise matarla una y mil veces, pero me contuve, aunque me había echado a perder todo mi gozo musical. Cuando en la segunda parte del concierto, sacó otro caramelo e iba a iniciar su acompañamiento de nuevo, me giré y le dije: “No pensará usted volver a enrollar y desenrollar el papelito otra vez”, con lo que depuso su actitud y pude respirar, y escuchar música (pero para entonces ya no estaba en el escenario Rostropovich).
Volviendo a la “iaia” del pasado jueves, me gustaría hacerle una pequeña reflexión -en el caso improbable de que leyera este blog; ¿leerá algún tipo de letra impresa?-: A una obra de teatro no se va con el móvil encendido. Y si no se sabe apagar, no se sienta uno en la platea, por una mínima consideración hacia los demás. Ya no sólo por el daño estético o emocional que uno puede producir. Hagámosle un cálculo que pueda entender. Si el precio de la obra era de 24 euros, y molestó con su “iaia” y alboroto, por lo menos a las 4 o 5 filas más próximas, digamos una cincuentena de personas. Si, tirando por lo bajo, pensamos que el incidente afectó a un tercio o la mitad del precio de las entradas, llegaremos a la conclusión de que la jovial vocecita del nietecito produjo en quince minutos un desaguisado de en torno a los 400 euros. Ahí es nada la broma.
Al llegar a mi casa por la noche, busqué en internet el texto de la obra, y así pude leer -maravillado- aquello que en el teatro se me impidió disfrutar. ¿Habrá hecho lo mismo la simpática abuelita?
Sucesos de este tipo me traen a la memoria aquella cita de Schiller, que utilizaba Asimov como encabezamiento en una de sus obras (y que le proporcionaba de paso el título): “Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano.”

domingo, 16 de febrero de 2020

Jorge Mañach: Una gran novela americana (Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos)

Ahora que releo la formidable Canaima, novela del Orinoco y la selva, de Rómulo Gallegos, me es grato traer a este blog (tras laborioso tecleo) la que tal vez pudo ser la primera reseña de Doña Bárbara, la muy elogiosa crítica del cubano Jorge Mañach. La obra había sido publicada en España, por la editorial Araluce, en febrero de 1929. En junio del 29 aparece esta reseña en el diario El País, de La Habana, y un mes más tarde (el 27 de julio) se recoge en la revista costarricense Repertorio Americano. La que ahora tecleo procede de Humanismo (Revista mensual de cultura), publicación mexicana, que en su número 2, de 1964 lo volvía a recoger. He retocado algunos detalles a partir del texto de Repertorio Americano, que se puede consultar en Internet (https://www.repositorio.una.ac.cr/bitstream/handle/11056/9263/27-JULIO-1929.pdf?sequence=1&isAllowed=y)


Una gran novela americana: Doña Bárbara.
Jorge Mañach.

I

Rómulo Gallegos. Nombre nuevo y extraño, a inscribir en la breve lista de las grandes realizaciones literarias americanas. Rómulo Gallegos, autor de una novela que acaba de llegar a nuestras librerías y que se titula Doña Bárbara.

Hay que prevenir al buen lector, porque, de otra manera, es posible que vea la novela y no pare en ella sino una atención displicente. El tomo, impreso en España, ostenta por cubierta uno de esos cromos capciosos que ya no se toleran más que en los almanaques de las casas de víveres al por mayor. Por eso, cuando recibí hace unos días el ejemplar que desde Venezuela se sirvió enviarme Rómulo Gallegos, a pesar de la generosa dedicatoria puse de lado el volumen, reservándolo para una inspección sumaria. ¡Es tan cierto que las apariencias condenan y que siempre se está en peligro de juzgar fatuamente!

Pero había que acusar recibo, y me resolví a explorar la primera página. “Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha”. ¿Qué viejo sabor de aventura -crusoano, selvático-, qué acento ya de rectitud narrativa, asistía a aquel parrafillo inicial? Con la curiosidad esponjada, seguí leyendo. Paisaje de la América inédita. Hombres duros y primitivos. Calor. Color. Y una vigorosa precisión en el describir y en el decir. Y una bocanada de misterios y fuerzas primitivas… Cuando vine a ver, había cubierto el primer capítulo.

Después, la urgencia de leer toda la novela en horas, casi de un tirón. Hacía tiempo que un libro no me sustraía así. Me he despedido de su última página con la antigua tristeza -aquella de la infancia ¡oh, Salgari! ¡oh, Flaubert!- del deleite consumido: aquel deseo de que un libro durara siempre, siempre; de que fuera largo como la vida, para no volver ya más a la vida real. ¿No tendrá razón Ortega y Gasset, cuando dice que la misión de la novela -y su prueba- está en crear una provincia vital y sumirnos en ella con una sensación de inquilinato? Por unos días, este comentarista -tan sedentario y pacífico- ha sido hombre del llano de Venezuela, ha visto enlazar orejanos, domar padrotes salvajes, vencer fuegos, inundaciones, caimanes, leguas… Y ha vuelto diciéndoles a los amigos que Doña Bárbara es una gran novela. Una gran novela americana.

martes, 4 de febrero de 2020

En la muerte de George Steiner

La primera noticia con que me levanto me llega por wasap y me informa de la muerte de George Steiner. Todos mueren, qué duda cabe, hasta Borges y George Steiner.
Me viene a la cabeza de golpe mi larga relación con su obra y su pensamiento crítico.
Todo empezó con un pasaje de Vargas Llosa, al que le debo muchas cosas, pero ésta es una de las más importantes. En la célebre polémica "Literatura en la Revolución y revolución en la literatura" que mantuvo, junto a Julio Cortázar, con el castrista Óscar Collazos, en un momento dado escribe: "A mí, por ejemplo, Roland Barthes no me interesa demasiado -creo que he aprendido más sobre literatura leyendo a George Steiner o a Edmund Wilson, pero (...)".
Yo era entonces, cuando leí este texto (a principios de los 80) un devoto de Roland Barthes, sobre quien incluso llegué a pensar hacer una tesis doctoral, y esas palabras me sonaron casi a sacrilegio. Pero mi antena intelectual retuvo los nombres. He leído a Wilson, de quien sin duda he aprendido mucho (cómo olvidar El castillo de Axel, su ensayo sobre Filoctetes en La herida y el arco, o su apasionante crónica de los avances del socialismo en Hacia la estación de Finlandia); pero mi primer encuentro con Steiner constituyó una revelación: la lectura de En el castillo de Barbazul me convulsionó, dándome una lección de crítica de la cultura con la que comulgaba plenamente. Me convertí en un asiduo de Steiner, que me deparó lecturas tan deslumbrantes como Lenguaje y silencio,  Después de Babel, Presencias reales o Errata. Ayer, precisamente, recordaba a esos autores vivos de quienes esperamos con ansiedad sus nuevas obras: en el terreno del cine fueron, durante mucho tiempo, Eric Rohmer, Wim Wenders o Woody Allen. En el terreno de la crítica literaria ese lugar lo ocupaba claramente George Steiner.
Este verano, cuando pasé unos días en Cambridge, me acerqué, en un largo y caluroso paseo, a su vivienda en Barrow Road. Vi, desde cierta distancia (soy muy respetuoso), su casa cerrada, donde ya no alumbraba la vida, y en cuya puerta colgaba un papel. Imagino -pero es sólo una imaginación- que pidiendo respeto (o compasión) a los curiosos como yo que se acercaran a la vivienda de esa gloria de las letras.
Hoy se me hace evidente que ese paseo por delante de su casa constituyó una especie de respetuosa despedida.