martes, 4 de febrero de 2020

En la muerte de George Steiner

La primera noticia con que me levanto me llega por wasap y me informa de la muerte de George Steiner. Todos mueren, qué duda cabe, hasta Borges y George Steiner.
Me viene a la cabeza de golpe mi larga relación con su obra y su pensamiento crítico.
Todo empezó con un pasaje de Vargas Llosa, al que le debo muchas cosas, pero ésta es una de las más importantes. En la célebre polémica "Literatura en la Revolución y revolución en la literatura" que mantuvo, junto a Julio Cortázar, con el castrista Óscar Collazos, en un momento dado escribe: "A mí, por ejemplo, Roland Barthes no me interesa demasiado -creo que he aprendido más sobre literatura leyendo a George Steiner o a Edmund Wilson, pero (...)".
Yo era entonces, cuando leí este texto (a principios de los 80) un devoto de Roland Barthes, sobre quien incluso llegué a pensar hacer una tesis doctoral, y esas palabras me sonaron casi a sacrilegio. Pero mi antena intelectual retuvo los nombres. He leído a Wilson, de quien sin duda he aprendido mucho (cómo olvidar El castillo de Axel, su ensayo sobre Filoctetes en La herida y el arco, o su apasionante crónica de los avances del socialismo en Hacia la estación de Finlandia); pero mi primer encuentro con Steiner constituyó una revelación: la lectura de En el castillo de Barbazul me convulsionó, dándome una lección de crítica de la cultura con la que comulgaba plenamente. Me convertí en un asiduo de Steiner, que me deparó lecturas tan deslumbrantes como Lenguaje y silencio,  Después de Babel, Presencias reales o Errata. Ayer, precisamente, recordaba a esos autores vivos de quienes esperamos con ansiedad sus nuevas obras: en el terreno del cine fueron, durante mucho tiempo, Eric Rohmer, Wim Wenders o Woody Allen. En el terreno de la crítica literaria ese lugar lo ocupaba claramente George Steiner.
Este verano, cuando pasé unos días en Cambridge, me acerqué, en un largo y caluroso paseo, a su vivienda en Barrow Road. Vi, desde cierta distancia (soy muy respetuoso), su casa cerrada, donde ya no alumbraba la vida, y en cuya puerta colgaba un papel. Imagino -pero es sólo una imaginación- que pidiendo respeto (o compasión) a los curiosos como yo que se acercaran a la vivienda de esa gloria de las letras.
Hoy se me hace evidente que ese paseo por delante de su casa constituyó una especie de respetuosa despedida.



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