martes, 30 de abril de 2019

Papeles póstumos de un profesor de COU (4): Antonio Machado: A don Francisco Giner de los Ríos: La entronización poética del santo laico

Un reciente viaje por tierras de Úbeda y Baeza, bajo la doble advocación machadiana y mística (Santa Teresa y San Juan de la Cruz) me lleva a desempolvar este comentario que solía realizar en clase en los años finales del siglo XX.

A don Francisco Giner de los Ríos
(Campos de Castilla, CXXXIX)

Como se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
¿Murió? . . . Sólo sabemos                         5
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.                                  10
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!

Y hacia otra luz más pura                           15
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa.
. . .Oh, sí, llevad, amigos,
su cuerpo a la montaña,                              20
a los azules montes
del ancho Guadarrama.
Allí hay barrancos hondos
de pinos verdes donde el viento canta.
Su corazón repose                                      25
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos, donde juegan
mariposas doradas . . .
Allí el maestro un día
soñaba un nuevo florecer de España.

Baeza, 21 febrero 1915




El poema que escribe Antonio Machado a quien fue su maestro en la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos, y que fecha en Baeza a los tres días de su fallecimiento, constituye un panegírico elegíaco, esto es, un poema de elogio a un muerto.


lunes, 22 de abril de 2019

Defensa de la poesía de pensamiento: Gonzalo Sobejano


Recuerdo en mis clases que, cuando algún alumno manifestaba que el poeta "expresaba sus sentimientos" en el poema, solía echar mano yo de mi pistola dialéctica y objetarle que en poesía se expresan no sólo sentimientos sino emociones, ideas, fantasías, recuerdos, imaginaciones, anécdotas, etc. Cualquier cosa puede expresar la poesía y no sólo el tópico del sentimiento. No es la poesía sentimental la mejor clase de poesía, entiendo.
Releyendo estos días algunos ensayos críticos de Gonzalo Sobejano (recientemente fallecido) me encuentro, en uno dedicado a los proverbios de Antonio Machado, con una defensa de la poesía de pensamiento, y como me trae a la memoria el recuerdo de tantas puntualizaciones escolares, no me resisto a subirlo al blog:


Existe una poesía de pensamiento tan legítima como la del sentimiento o la de la imaginación, siempre que la expresión, por púdica que sea, atraiga al lector hacia sí misma como forma del mensaje. El pensamiento es tan buen ciudadano de la poesía como la emoción. La sobriedad, la condensación, refuerzan la poesía del pensamiento y son intrínsecamente determinantes de la eficacia que éste alcance en la conciencia y en la memoria del destinatario. No sé que nadie haya puesto en duda la calidad poética de los versos sentenciosos de un Manrique, un Lope de Vega, un Goethe o un Nietzsche: ¿por qué habría que rebajar o negar la de los proverbios de Antonio Machado? El efecto propio de la obra de poesía no ha de ser necesariamente sentimental: si así fuera, difícilmente podría llamarse poetas a Horacio o a Góngora. La poesía puede provocar una emoción afectiva, pero también efectos de enriquecimiento sensitivo, imaginativo, moral, ideal. Dentro de la poesía cabe más de lo que el «lirismo» abarca. 

("La verdad en la poesía de Antonio Machado: de la rima al proverbio", en Inmanencia y trascendencia en poesía (De Lope de Vega a Claudio Rodríguez), p. 229)

lunes, 8 de abril de 2019

FARENHEIT 451, Ray Bradbury: Del amor a los libros y de la resistencia


sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros, que desencadena alergias literarias” (Ray Bradbury)


Leí Farenheit 451 a los 19 años, en mi primer curso de universidad y recuerdo lo mucho que me gustó, tanto como ahora, que la vuelvo a leer ya jubilado. Era muy sorprendente la misión de esos bomberos que, en vez de apagar incendios, se dedicaban a quemar libros. De igual manera que en Un mundo feliz o 1984, aparece el personaje inconformista frente a esa sociedad tan conformada. En este caso es Montag, un bombero, que empieza a interesarse por el contenido de los libros y termina matando al jefe de bomberos y escapando (mientras la televisión retransmite en directo su persecución) de tan planificada y agobiante sociedad. Va a parar, por consejo de un viejo al que conoció, al reducto, más allá del río y al final de la vía férrea, donde se esconden seres marginales que huyeron de la persecución de los libros y que se dedican a encarnar libros (ya no en papel) sino en cuerpos y almas. Cada personaje recuerda íntegramente un libro para reintegrarlo a la sociedad cuando lleguen tiempos mejores y la lectura no sea un delito, ni el libro un objeto a eliminar, sino las bases sobre las que edificar una sociedad más humana, si es que sobrevive a la guerra a que le ha conducido su errado rumbo.

¿Existe una imagen mejor de la idea de resistencia que ese reducto de los hombres-libro que desean conservar los hitos del saber y creatividad humanas para tiempos mejores? Recuerdo que ya desde mi época de estudiante me planteé que mi misión como profesor iba a ser la de encarnar esa forma de resistencia de lo más granado del espíritu humano (el conocimiento, la literatura y las artes) contra los múltiples enemigos que entonces había (la dictadura y cerrazón ideológica del tardofranquismo) y contra los que ya se anunciaban (el consumismo y la banalización espiritual de la sociedad de masas y sus medios de difusión). Hasta el final de mi vida laboral intenté combatir contra ellos (David contra Goliat, Don Quijote contra los molinos, Berenguer contra los Rinocerontes), pero he de reconocer que, en los últimos años, ante la irrupción de Internet y, sobre todo, los teléfonos móviles, resistía testimonialmente aun sabiendo que la batalla estaba perdida.

Es tan intenso el mensaje de amor a los libros que transmite la novela que, supongo, cualquier lector se queda, al concluir su lectura, con la misma idea que yo tuve: hay que leer, leer más, para preservar un mundo mejor.

Lo curioso es que el canon de lecturas que maneja (y promueve) Bradbury en su obra es bastante clásico, bastante canónico, si se me permite decirlo así: a lo largo de la novela van compareciendo los nombres de Whitman, Faulkner, Platón, Dante, el inevitable William Shakespeare, los trágicos griegos Esquilo y Sófocles, hasta G. B. Shaw y O´Neill… Hacia el final, ya en el reducto, se encuentra con La República, de Platón, Marco Aurelio, Los viajes de Gulliver, de Swift, Schopenhauer, Darwin, etc. Y junto a ello, siempre en Bradbury, un fondo judeo-cristiano: La Biblia es el libro que Montag intenta salvar en su huida de la ciudad, en el reducto se encuentra con Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y finalmente, los libros que el desea encarnar son el Eclesiastés y el Apocalipsis.

François Truffaut, en su adaptación de la novela de Bradbury, que describe muy escuetamente la quema de libros, crea una secuencia de un poder visual extraordinario sobre la quema de libros, en que estos, uno a uno, con títulos y autores, se debaten contra el fuego como si quisieran ganarle la partida a la destrucción programada. Una sentida manifestación de amor por los libros. Pero Truffaut, lletraferit con ideas propias, propone un canon algo diferente del de Bradbury (y algo menos sancto también): entre otros Franz Kafka, Jean Cocteau, Justine, del Marqués Sade, Jane Eyre, de Charlote Brontë, Diario de un ladrón, de Jean Genet, Plexus, de Henry Miller, Moby Dick,de Melville, Padres e hijos, de Turgueniev, Lolita, de Nabokov o Los hermanos Karamasov, de Dostoyevski.

(se puede ver la secuencia, de forma extrañamente enmarcada en un aparato de televisión, en los minutos del 38 al 40 de la siguiente página de youtube:


Querría cerrar esta nota con otro ejemplo, pictórico ahora, de ese mismo amor por los libros que estamos ensalzando. Cuando Miquel Barceló realiza su extraordinario cuadro L´amour fou, en que vemos a un personaje tumbado, haciendo gala de una magnífica erección, en medio de una portentosa biblioteca personal con vistas al mar, en el maremágnum de volúmenes que pinta no se priva de poner nombres de autores y obras, que no podemos dejar de leer sino como homenajes de este pintor muy leído a sus autores favoritos. Con un poco de esfuerzo (en reproducciones; ante el original es más fácil) podemos distinguir por citar sólo unos pocos: Nabokov, Fitzgerald, Shakespeare, Ulises, The beautiful and the damned, Poe, Melville, Ezra Pound, Canti pisani, Conrad, James y hasta un muy conmovedor Góngora (¿quién lee a Góngora en España salvo eruditos o estudiosos de la literatura? Pues bien, Miquel Barceló)




lunes, 1 de abril de 2019

Gómez de la Serna describe a la Magdalena penitente, de Pedro de Mena


En un viaje que hice, hace ya muchos años, a Valladolid, y en el que visité el Museo Nacional de Escultura Policromada (así se llamaba entonces), tuve una de esas experiencias estéticas, de hondo calado emocional, que resultan inolvidables e infrecuentes. Visitaba las salas del formidable museo cuando, en un rincón, me topé con una mujer de tamaño natural, vestida de áspera arpillera, que dejaba al descubierto sus hombros, brazos y pìes, y que se consumía en un éxtasis silencioso, la mirada fija en un crucifijo, salvada de la oscuridad del recinto por una potente iluminación dirigida a su cuerpo. Me quedé imantado ante su presencia y preso de un éxtasis que, por simplificar, habríamos de denominar estético. No me quería apartar de la imagen y, sin dudarlo, me habría quedado a vivir en esa sala, junto a ella. Se trataba, como luego supe, de la Magdalena penitente, de Pedro de Mena, una de las obras maestras de nuestra imaginería religiosa barroca.



Recientemente, leyendo la Automoribundia, de Ramón Gómez de la Serna, me topo (en el capítulo XLV) con la narración de una envidiable experiencia que tuvo en 1921: se trata de la visita nocturna y en soledad del Museo del Prado, facilitada por el director de entonces, Aureliano de Beruete y Moret, que era amigo suyo. El recorrido resulta fascinante, pero Beruete le tiene reservada una sorpresa para el final, que dejo narre Ramón con sus propias palabras:


Y allí, Beruete, que me había prometido además de la novedad de una noche en el Museo una sorpresa que me maravillaría, me llevó a una habitación deshabitada, de cuyas paredes no pendía ningún cuadro, y ya en medio de ella, hizo que pasase delante de nosotros el conserje que llevaba el farol y que proyectaba nuestras sombras en aquella alcoba deshabitada, diciéndole: «Ilumine usted ese rincón», y dirigiéndose a mí, dijo:

 ¡Vea usted!
Yo di un paso atrás, y lleno de emoción y sorpresa exclamé:
 ¡Qué maravilla!
Lo que había iluminado el conserje y lo que me había maravillado en aquella destartalada alcoba del Museo del Prado, sumido en las sombras de la noche, era una mujer medio desnuda, que, como una sonámbula, miraba un crucifijo que llevaba en la mano.