viernes, 25 de septiembre de 2020

Sobre cinco libros de mi biblioteca. Ensayo a la manera de Montaigne

 Leyendo estos días unos estupendos ensayos de Natalia Ginzburg, marcadamente autobiográficos, he decidido desempolvar un escrito que tenía guardado hace más de un par de años porque me parecía personal en exceso como para figurar en estas páginas. Ahora bien, si es verdad que la literatura nos conduce a veces a mundos insólitos y desconocidos, también es verdad que lo que encontramos más frecuentemente en ella son excursiones a nuestro yo: nos leemos a nosotros leyendo al autor que tengamos entre manos. Así que he decidido publicar estas líneas, que tienen de Montaigne, y de Ginzburg, ese tono tan marcadamente personal.



Hoy, mientras le quitaba el polvo a la mitad de mi biblioteca que está en la que fue casa de mis padres, entre el par de miles de libros que allí se encuentran, de repente mi atención se ha dirigido a cinco de ellos. Podrían haber sido otros cinco diferentes, o diez, o treinta, pero se posó en estos y entiendo que reflexionar sobre esta elección me permitirá indagar un poco sobre mí mismo. En realidad, yo me conozco bastante bien. Creo que lo que permitirá esta indagación es una mirada sobre la memoria, ahora que ya he entrado en edad provecta (prejubilado estoy), y que cada vez tiendo más a detener mi pensamiento sobre el tiempo pasado y la memoria. Da la casualidad de que, entre los muchos libros que ya no recuerdo cuando compré y por qué (aunque hay otros muchísimos de los que podría escribir su historia y biografía), de estos cinco recuerdo bastante bien las condiciones de su adquisición, y su permanencia entre mis libros. Se trata de libros en lenguas extranjeras, dos en francés y tres en italiano. Mi biblioteca es decididamente plurilingüe. Aunque su base es castellana, tal vez en torno al diez o quince por ciento de los libros que poseo están en otras lenguas, a saber, y por orden cuantitativo: francés e inglés, italiano, catalán y portugués, alemán, y algunos clásicos en lengua latina. Y es que yo tengo también esa vocación políglota y en todas estas lenguas puedo leer, o al menos comprender con ayuda de diccionarios los textos. Recuerdo, en mis años de profesor, que yo tenía tendencia a hablar ocasionalmente en lenguas diferentes a la mía vehicular en clase. Algunos alumnos se quedaban asombrados y me hacían la inexcusable pregunta, que cuántas lenguas hablaba yo. Unas cuantas, decía, y no entraba en detalles, porque ese citar lenguas extranjeras (o analizar en clase de sintaxis una oración en inglés) no era con el objeto de pegarme el moco, que se dice, sino que, como tantas cosas en mis clases, tenía una finalidad pedagógica. El objetivo era hacer que sintieran curiosidad por los idiomas y que se picaran a aprender alguno más de los estrictamente curriculares. No sé hasta que punto logré encender la mecha (o avivar la llama) de esa curiosidad. Como no sé hasta qué punto llegué a transmitir algo de lo que enseñaba y del apasionado amor que sentía por mi materia (la literatura, y en más discreta medida, la lengua). Siempre vivía los finales de curso bajo la sensación de catástrofe, de que todo el trabajo del año de alguna manera se había perdido, y de que mi esfuerzo y el de los alumnos había sido inútil. No quiero decir lo que pude sentir, entonces, al final de mi vida laboral.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El monumento a José María de Pereda en Santander. Comentario iconográfico.


Le dedico esta pequeña investigación a Javier García Gibert, quien, cuando le manifesté una cierta dificultad en encontrar ejemplar de La Puchera, me prestó uno de los tres que posee en su magnífica biblioteca.

Tarde en mi vida vine a reparar en este monumento. En mis primeras visitas a la ciudad, becado por la UIMP, el mundo universitario en torno al Palacio o Las Llamas absorbía todo mi interés, junto con los sitios de copas y esparcimiento juvenil. El paseo de Pereda era el lugar de la burguesía, al que ni nos dignábamos a mirar, o si llegaba el caso lo hacíamos con desdén. El mismo que sentíamos por Pereda, el tradicionalista que practicaba un tipo de novela idílica que a nosotros, kafkianos o beckettianos, no nos podía interesar.
Pero lo años pasan, y hacen que las cosas se miren con otra amplitud, otra profundidad, en la que caben tanto Kafka como Pereda. Nos deslumbró el novelista montañés con su Peñas arriba, y desde entonces nuestra consideración hacia él cambió. Le hicimos un lugar en nuestro panteón literario.
Ahora, siempre que visito Santander, casi lo primero que hago es dirigirme hacia el Paseo Pereda, para visitar su monumento y nutrir mi vista y alma con su contemplación. ¡Qué maravillosa creación! Uno de los más notables monumentos literarios que haya en nuestro país.
Su autor es Lorenzo Coullaut Valera (1876-1932), que fue sobrino del novelista Juan Valera, y que, a juzgar por las obras que realizó, fue un portentoso creador. Aparte de esta maravilla que hoy convoca nuestra atención fue el autor de el monumento a Cervantes en la Plaza de España de Madrid, la estatua de Menéndez Pelayo en la Biblioteca Nacional, el monumento a G. A. Bécquer en el Parque María Luisa de Sevilla, el monumento a los hermanos Álvarez Quintero en el parque del Retiro de Madrid, y otros muchos no menos formidables.
Lo más llamativo de la escultura santanderina lo señaló Menéndez Pelayo, íntimo amigo de Pereda, en el discurso que ofreció con motivo de su inauguración en 1911. Allí dijo en un momento dado el insigne polígrafo:

Su nombre es para los montañeses dispersos por ambos mundos el símbolo de la región y de la raza. Así lo ha comprendido el escultor cuya obra vais a contemplar, haciendo surgir su estatua no como artificial coronación de un monumento de líneas arquitectónicas, sino como producto vivo que emerge de la roca por donde trepan peñas arriba los hijos predilectos de la imaginación de Pereda, el cortejo ideal de figuras que le acompaña a la inmortalidad.”

En efecto, lo más llamativo del monumento de piedra y bronce es lo que tiene de montaña en sí mismo (y es un monumento que La Montaña dedica a su hijo predilecto, que lo enseñorea en su cumbre) y el hecho de que los grupos escultóricos que pueblan su falda o zona alta representan diversos momentos -diversas obras- de la imaginación creativa del autor. A saber, según se consigna en el cartel explicativo que figura a sus pies, La leva (1871), El sabor de la tierruca (1882), Sotileza (1885), La Puchera (1889) y Peñas arriba (1895), si las nombramos cronológicamente.

Ahora bien, el problema para mí, como espectador, consistía en poder fijar a qué obra corresponde cada grupo escultórico e incluso (a la manera en que Erwin Panofsky hacía sus análisis iconográficos) situar la escena o pasaje que el escultor ha tenido en mente al realizar su trabajo. Lo primero que llama la atención es que se han elegido las obras más representativas del estilo más regional, más local y costumbrista diríamos, de la producción de Pereda (por ello se dejan de lado Pedro Sánchez o La Montálvez, o también sus novelas de tesis).


Una reposada lectura de sus obras y estudios sobre él (de Cossío o de Menéndez Pelayo) me ha llevado a la siguiente conclusión en cuanto a la fijación de las obras (luego fijaré pasajes y personajes en la medida de lo posible): mirando frontalmente la escultura nos encontramos con una escena de Sotileza en la base, la dedicatoria en el centro y a nuestro autor en la cima, con la pluma en mano, tomando apuntes del natural, como buen escritor -o pintor- realista. Si la rodeamos de derecha a izquierda observaremos grupos escultóricos que representan La Puchera (a nuestra derecha), El sabor de la tierruca (a espaldas de la montaña-monumento) y La leva (a nuestra izquierda). Cuando levantamos la vista vemos que en la zona alta, tanto a izquierda como a derecha (donde asoman dos osos en piedra), hay figuras representativas de Peñas arriba.