sábado, 16 de abril de 2022

LA GLORIA DE DON RAMIRO, de Enrique Larreta: taracea intertextual del siglo de oro.

 

Un próximo viaje a la ciudad de Ávila me ha llevado a releer La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, 35 años después. Si en mi juventud me hechizó la fascinante historia, con su mezcla de ascetismo y sensualidad, pero sobre todo con su manejo prodigioso del lenguaje que evocaba con una belleza sin desmayo el de nuestro siglo de oro, ahora me sigue gustando la historia (aunque puedo verle sus defectos), pero la enorme creación estilística es lo que se me impone nuevamente. Pocas obras literarias son tan representativas como ésta de esa verdad básica de la literatura: las obras se sostienen por y desde el lenguaje.


Muchas cosas pasan en este narración (Amado Alonso, en su clásico estudio habla de “inundación de materia novelesca”, p. 106), novela eminentemente descriptiva (Alonso, 109). Eso quiere decir que, aunque se acumulen los hechos, el ritmo narrativo es lento, porque más que narrarlos se nos describen. Algunas de las cosas que pasan son excesivamente casuales (dos encuentros con su padre moro –en el primero le salva la vida, p. 102-3; en el segundo se produce la anagnórisis, p. 266; asistencia al auto de fe en que queman a su antigua amante árabe, Aixa, p. 258-9; encuentro con Santa Rosa de Lima, que se nos narra retrospectivamente, tras su muerte, p. 276). Ese cúmulo de casualidades narrativas hace que, desde ese punto de vista, la novela flaquee; pero como hemos dicho otras son sus virtudes. Dos especialmente, que hacen de ella una gran novela:


1- el intento de reconstrucción de una época: el siglo XVI español especialmente – época de Felipe II (que evidencia la pasión arqueológica y coleccionista del autor): cómo era la ciudad de Ávila en ese momento, sus instituciones (nobleza, limpieza de sangre, inquisición, autos de fe, forja de armas…), sus costumbres...


2- recreación estética del lenguaje de época: cómo levanta el periodo histórico no sólo a través del mundo referido sino de ese trabajo del lenguaje de época tan hermosamente recreado, el estilo modernista finisecular acercándose a la lengua del XVI (del Lazarillo, de Santa Teresa, de Cervantes, por entendernos). Unamuno, en un ensayo sobre la obra de Larreta, observaba, a propósito del lenguaje: “sin dejar de ser moderno quiere a la vez ser antiguo, tener sabor del siglo XVI español, y lo consigue.” (Por tierras de Portugal y España)


Ahora bien, dentro de este segundo punto se produce el fenómeno del que queremos dar cuenta, y es el trabajo que el autor realiza con la intertextualidad (Amado Alonso, en su estudio sobre la novela, p. 89, con el lenguaje de la época, hablaba de “alusión y no imitación” al referirse a los préstamos que Larreta tomaba de Rubén Darío). Una intertextualidad discreta, que no cita directamente los textos, sino que alude a ellos de forma sutil.


El caso más notorio de toda la novela es episodio del hambre de don Ramiro. Tras la muerte de su abuelo e inmersa la familia en la ruina se produce este episodio que debe mucho al tratado tercero del Lazarillo de Tormes. Cito por extenso:



La noche antes durmióse sin haber comido un solo bocado de pan desde la mañana; y los días anteriores, ¡si no hubieran sido el pernil y las berzas que trajo Casilda!

¡Otro día sin sustento! Ofrecería aquella nueva penitencia al Señor. El hambre era santa.

La puerta abrióse de pronto, y Pablillos, vestido de viejo traje color de badana, entró de un salto en la cuadra, sosteniendo en sus brazos un cesto de mimbre repleto de alubias, nabos, cebollas, longanizas y uñas de vaca; una codorniz dejaba colgar hacia afuera su cabecita muerta.

¿Cómo hubiste esas provisiones, muchacho?—preguntóle Ramiro con sequedad, sospechando alguna trapacería.

Guiado, señor, de las tres virtudes teologales del hambre, que son: ingenio, audacia y presteza—respondió el pícaro, remedando la gravedad de los doctores.

En ese momento, una débil aldabada en la puerta de la calle despertó los ecos del caserón.

Son los genoveses—exclamó Ramiro.—Corre a abrilles, Pablillos. No puede ser otra gente la que llama a esta hora con tanta prudencia.

Y mientras vuesa merced recibe a esos perros, yo pondré a guisar estos dones de nuestra redonda madre—replicó Pablillos; y se retiró por la galería columpiando la canasta encima de su cabeza.

Era hijo de una partera de Cádiz y de un famoso farsante zamorano; Ramiro le había tomado a su servicio en Salamanca. Cierto mediodía, al cruzar el largo puente del Tormes, vióle sorbiendo sol, la espalda contra el pretil, los brazos en cruz y los ojos fijos en el cielo, como si esperara, cual otro San Pablo, ver bajar de las nubes, en el pico de un pájaro, el milagroso mendrugo.

La pinta era buena. Había estofa para un paje, Ramiro preguntóle:

Muchacho: ¿buscas amo?

Los ojos le rebrillaron y, quitándose la gorra, adelantóse paso a paso, con el encogimiento ondulante y lloroso de los perros sin dueño.

Desde entonces, vestido de galas lacayunas, sirvióle de criado, cursando él mismo en las Escuelas, pues era de aprovechada condición. Ramiro se le fue aficionando por la cínica destreza con que vencía o esquivaba las mayores dificultades, y, al despedir ahora a toda la servidumbre, quiso conservar a Pablillos, que, con el escudero y Casilda, eran los últimos puntales de su decadencia. (II, 5, p. 204)



No es sólo la referencia a la “uña de vaca” y al “¿Buscas amo?” del encuentro de Lázaro con el escudero, sino la denominación de “pícaro”, la plebeya genealogía del mozo, la localización en Salamanca y más concretamente en el puente del Tormes, la enormidad de que sea el criado quien sustente al señor. La variante más llamativa que introduce Larreta es el cambio del nombre del pícaro. Pero ahora es Pablillos, nombre que encierra una síntesis del Pablos de Quevedo y el diminutivo con que la tradición alude al Lázaro de la novelita renacentista (sabemos que en la obra original nunca se le denomina así, sólo en el título).



Pero ¿quién no reconoce huellas del elogio de Manrique a su padre en el siguiente pasaje? Habla Álvarez, la dueña (un tanto Celestina) de Beatriz, y, de la misma manera que aquella a propósito de Calisto, realiza un elogio de Gonzalo, rival y enemigo de don Ramiro, quien también la tiene sobornada para poder acercarse a su amita:


¿Acaso no va predicando la alteza de la casta el mesmo continente de don Gonzalo? ¿Vióse nunca un mancebo más cortés, más bizarro? ¿Cuál otro más diestro en las armas, cuál otro danza y tañe como él? Narciso en lindeza, Aquiles en valentía, en música un Orfeo. Y qué recato para penar, qué constancia en el querer.” ( II, 4, p. 200)


Hay varias alusiones al Quijote o a otras obras de Cervantes (a La ilustra fregona, en concreto). Respecto al Quijote, aparte de la demasía de que la iniciadora en el sexo de Ramiro sea una mujer casada (esposa de un campanero) y se llame Aldonza, las otras alusiones se producen de formas muy discreta e indirecta, a través de comparaciones:


Aquí y allí, a lo largo de los caminos, la recua o el rebaño levantaba grandes nubes de polvo, cual si fueran ejércitos.” (I, 7, p. 35), que no pude dejar de evocarnos la delirante pelea de don Quijote contra el ejército de ovejas en I, XVIII.


Cuando don Ramiro lucha contra los moriscos en la casa de Aixa leemos:


Entonces, Ramiro, cubriéndose con su rodela, y ebrio de sanguinario furor, comenzó a repartir estocadas en el tumulto, sintiendo, a cada golpe, el crujido de las ropas y la blandura de los cuerpos que recibían la punta como pellejos de vino.” (I, XVIII, p. 102)


Si en la novela de Cervantes los cueros de vino le parecían a don Quijote un gigante malandrín (I, XXV) aquí son los enemigos reales los que le parecen a don Ramiro pellejos de vino.


También nos recuerda el estilo cervantino un pasaje como el siguiente:


Recordó pasajes semejantes que había leído en las historias de caballería, y pensó que todo aquello debía ser el principio de algún episodio memorable, digno de ser recordado en los venideros tiempos.” (I, 14, p. 78)


Un golfín bandolero, amigo de Ramiro, se llama Avendaño, como el amigo de Carriazo que, en La ilustre fregona, se dedica a las picardías de las almadrabas de Zahara. En un momento dado Ramiro se instala en la posada del Sevillano, que comparte nombre con aquella donde trabajaba la fregona ilustre.


Larreta se complace en ir desgranando pequeñas alusiones que nos recuerdan textos del siglo de Oro, e incluso algunos más antiguos. Cómo no evocar el encendido zéjel de las tres morillas de Jaén cuando nos enteramos de que la sensual mora amante de Ramiro se llama Aixa. O a Calderón de la Barca, al leer lo que sigue, cuando se entera de que le acusan de connivencia con los moriscos:

¡Ah, un agravio alevoso como aquél merecía, asimismo, secreta venganza!” (II, 5, p. 202)


Este juego con los textos del Siglo de Oro, introducidos a manera de pequeñas piezas en su estilo ornamental, es lo que podríamos denominar taracea intertextual.


Referencias bibliográficas:

- Alonso, Amado: El modernismo en La gloria de don Ramiro. Gredos, 1984.

- Larreta, Enrique: La gloria de don Ramiro. Espasa Calpe, 1935.

- Unamuno, Miguel de: Por tierras de Portugal y España. Espasa Calpe, Colección Austral, 1944.


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