lunes, 8 de abril de 2019

FARENHEIT 451, Ray Bradbury: Del amor a los libros y de la resistencia


sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros, que desencadena alergias literarias” (Ray Bradbury)


Leí Farenheit 451 a los 19 años, en mi primer curso de universidad y recuerdo lo mucho que me gustó, tanto como ahora, que la vuelvo a leer ya jubilado. Era muy sorprendente la misión de esos bomberos que, en vez de apagar incendios, se dedicaban a quemar libros. De igual manera que en Un mundo feliz o 1984, aparece el personaje inconformista frente a esa sociedad tan conformada. En este caso es Montag, un bombero, que empieza a interesarse por el contenido de los libros y termina matando al jefe de bomberos y escapando (mientras la televisión retransmite en directo su persecución) de tan planificada y agobiante sociedad. Va a parar, por consejo de un viejo al que conoció, al reducto, más allá del río y al final de la vía férrea, donde se esconden seres marginales que huyeron de la persecución de los libros y que se dedican a encarnar libros (ya no en papel) sino en cuerpos y almas. Cada personaje recuerda íntegramente un libro para reintegrarlo a la sociedad cuando lleguen tiempos mejores y la lectura no sea un delito, ni el libro un objeto a eliminar, sino las bases sobre las que edificar una sociedad más humana, si es que sobrevive a la guerra a que le ha conducido su errado rumbo.

¿Existe una imagen mejor de la idea de resistencia que ese reducto de los hombres-libro que desean conservar los hitos del saber y creatividad humanas para tiempos mejores? Recuerdo que ya desde mi época de estudiante me planteé que mi misión como profesor iba a ser la de encarnar esa forma de resistencia de lo más granado del espíritu humano (el conocimiento, la literatura y las artes) contra los múltiples enemigos que entonces había (la dictadura y cerrazón ideológica del tardofranquismo) y contra los que ya se anunciaban (el consumismo y la banalización espiritual de la sociedad de masas y sus medios de difusión). Hasta el final de mi vida laboral intenté combatir contra ellos (David contra Goliat, Don Quijote contra los molinos, Berenguer contra los Rinocerontes), pero he de reconocer que, en los últimos años, ante la irrupción de Internet y, sobre todo, los teléfonos móviles, resistía testimonialmente aun sabiendo que la batalla estaba perdida.

Es tan intenso el mensaje de amor a los libros que transmite la novela que, supongo, cualquier lector se queda, al concluir su lectura, con la misma idea que yo tuve: hay que leer, leer más, para preservar un mundo mejor.

Lo curioso es que el canon de lecturas que maneja (y promueve) Bradbury en su obra es bastante clásico, bastante canónico, si se me permite decirlo así: a lo largo de la novela van compareciendo los nombres de Whitman, Faulkner, Platón, Dante, el inevitable William Shakespeare, los trágicos griegos Esquilo y Sófocles, hasta G. B. Shaw y O´Neill… Hacia el final, ya en el reducto, se encuentra con La República, de Platón, Marco Aurelio, Los viajes de Gulliver, de Swift, Schopenhauer, Darwin, etc. Y junto a ello, siempre en Bradbury, un fondo judeo-cristiano: La Biblia es el libro que Montag intenta salvar en su huida de la ciudad, en el reducto se encuentra con Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y finalmente, los libros que el desea encarnar son el Eclesiastés y el Apocalipsis.

François Truffaut, en su adaptación de la novela de Bradbury, que describe muy escuetamente la quema de libros, crea una secuencia de un poder visual extraordinario sobre la quema de libros, en que estos, uno a uno, con títulos y autores, se debaten contra el fuego como si quisieran ganarle la partida a la destrucción programada. Una sentida manifestación de amor por los libros. Pero Truffaut, lletraferit con ideas propias, propone un canon algo diferente del de Bradbury (y algo menos sancto también): entre otros Franz Kafka, Jean Cocteau, Justine, del Marqués Sade, Jane Eyre, de Charlote Brontë, Diario de un ladrón, de Jean Genet, Plexus, de Henry Miller, Moby Dick,de Melville, Padres e hijos, de Turgueniev, Lolita, de Nabokov o Los hermanos Karamasov, de Dostoyevski.

(se puede ver la secuencia, de forma extrañamente enmarcada en un aparato de televisión, en los minutos del 38 al 40 de la siguiente página de youtube:


Querría cerrar esta nota con otro ejemplo, pictórico ahora, de ese mismo amor por los libros que estamos ensalzando. Cuando Miquel Barceló realiza su extraordinario cuadro L´amour fou, en que vemos a un personaje tumbado, haciendo gala de una magnífica erección, en medio de una portentosa biblioteca personal con vistas al mar, en el maremágnum de volúmenes que pinta no se priva de poner nombres de autores y obras, que no podemos dejar de leer sino como homenajes de este pintor muy leído a sus autores favoritos. Con un poco de esfuerzo (en reproducciones; ante el original es más fácil) podemos distinguir por citar sólo unos pocos: Nabokov, Fitzgerald, Shakespeare, Ulises, The beautiful and the damned, Poe, Melville, Ezra Pound, Canti pisani, Conrad, James y hasta un muy conmovedor Góngora (¿quién lee a Góngora en España salvo eruditos o estudiosos de la literatura? Pues bien, Miquel Barceló)




2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola Carlos, soy Pablo Molina, no sé si te acordarás de mi, soy un alumno tuyo, y me gustaría ponerme en contacto contigo. Un abrazo

CCM dijo...

¿Cómo no me voy a acordar de ti, pecadooor? Supongo que tendrás mi e-mail:

carloscampa@hotmail.com

Un abrazo.